12. La masacre

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Era una mañana bastante fría, la espesa niebla cubría gran parte de la montaña

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Era una mañana bastante fría, la espesa niebla cubría gran parte de la montaña. El canto de las aves y el clásico zumbido de los mosquitos se esfumaron por completo. El silencio lo llenaba todo.

Frank y sus amigos se encontraban en el pueblo de Arabina, ya que necesitaban comprar algunas cosas para la expedición que realizarían a la famosa Cascada de la Paz. Mientras tanto, los otros exploradores desayunaban en las afueras del Castillo de Canadá. Al no tener tema de conversación, Armando decidió contarles a sus amigos la extraña experiencia que vivió la noche anterior.

—Chicos, necesito contarles algo... —dijo en voz baja.

—Dinos —expresaron los demás, girando sus rostros hacia él.

—Anoche vi algo aterrador...

—¿Qué fue lo que viste, Armando? —Rubén arqueó una ceja.

—No sé cómo describirlo... Con solo recordarlo se me eriza la piel.

—Tranquilízate —comentó Charlie—. Necesitamos que nos expliques qué fue lo que pasó.

Armando suspiró un par veces de veces y procedió a relatar lo sucedido.

—Anoche, alrededor de las once y media, salí de la tienda de campaña para fumarme un cigarrillo. Me senté en una de las sillas y observé a mi alrededor; todo estaba oscuro y silencioso. Al observar hacia una de las ventanas del castillo, mi corazón comenzó a palpitar a un ritmo acelerado, unas cuantas gotas de sudor resbalaron por mi frente y mi piel se tornó algo pálida. Había una silueta oscura sentada en el borde de la ventana, observándome fijamente. Al instante, mi cuerpo se estremeció y por consecuencia solté mi cigarrillo. Observé a aquella cosa con estupefacción, no podía articular ni una sola palabra, debido a que mi lengua no reaccionaba. Cerré mis ojos durante unos segundos e intenté mantener la calma; pensaba que nada de aquello había sido real. No obstante, cuando los abrí de nuevo, lo vi cara a cara: su rostro era cadavérico y blanco como la nieve, sus ojos eran de color rojo bermellón y todas las venas del cuerpo se le remarcaban en la piel. Con una voz fantasmal, susurró: «Mejor vete a dormir, Armando, ya es muy tarde». Instantáneamente, me desmayé, mi cuerpo no resistió el fétido olor que despedía su aliento; todo a mi alrededor se tornó oscuro y solitario. Desde entonces, no he podido dejar de pensar en ello.

Sus amigos guardaron silencio durante un rato. El chico los observó uno por uno, buscando una respuesta.

—¡Ay, por favor, Armando! Esa historia es ridícula —dijo Tatiana con incredulidad—. De seguro tu cigarrillo estaba muy potente.

—Tu argumento es más estúpido que el mío —espetó él—. Esa cosa no era humana.

—¿Los otros exploradores sabrán algo de esto?

—Supongo que sí. Ellos llevan más tiempo que nosotros acampando aquí.

—¿Y por qué no les preguntamos?

Los Siete Espejos del MalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora