IV

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Sara fue la primera en entrar a la habitación.
Se trataba de una enorme recamara casi completamente oscura. La única fuente de luz provenía de unas antorchas colocadas al otro extremo de la habitación. Las antorchas iluminaban un altar, frente al cual había un hombre arrodillado, completamente quieto.
Sara respiró profundamente y caminó hacia el hombre haciendo los movimientos que había pasado meses perfeccionando.
En el mundo de Aniran, la magia no se hacía con varitas ni palabras imposibles de pronunciar, se hacía con todo el cuerpo. Con una serie de movimientos que se entrelazaban uno tras otro en un complicado baile.
Apenas había comenzado su rutina cuando sintió una profunda pesadez en las manos. Le habían advertido sobre eso. Aquel lugar tenía tanta energía oscura que cualquier intento de hacer magia blanca se encontraba con resistencia.
Sara apretó los dientes y continuó bailando a pesar de la pesadez que se apoderaba de cada uno de sus músculos. El ruido de sus pasos le parecía ensordecedor en el silencio de la habitación, pero el tirano no pareció escucharlo.
Con mucho esfuerzo, llegó hasta el final del hechizo. Sentía que cada una de sus extremidades pesaba una tonelada y su boca estaba seca. Hizo la última vuelta con torpeza y dejó caer sus manos al suelo en el movimiento final.
Normalmente, ese era el momento en que la tierra se sacudía y una fuerte energía la recorría de pies a cabeza, una energía que ella podía condensar y dirigir hacia el tirano. Pero nada de eso paso esta vez.
En el momento en que sus manos tocaron el suelo, fue como si todo el aire saliera de sus pulmones... y luego llegó la sangre. Le inundo la garganta, la boca, la nariz y los ojos. Se aferró a su estómago mientras un dolor terrible recorría cada milímetro de su cuerpo.
Sara cayó al suelo, y ya no pudo volver a moverse.

La elegidaWhere stories live. Discover now