El Rapto del Mechón de Pelo

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Junio estuvo repleto de interés aquel año. Recogíamos las cosechas elegidas de la niñez en su haz de días fragantes. Las cosas se fueron sucediendo. Cecily declaró que odiaba irse a dormir por temor de perderse algo. Había tantos placeres a lo largo del camino dorado para deleitarnos… la tierra moteada con nuevas flores, la danza de las sombras en los campos, el susurro de las hojas, los caminos humedecidos por la lluvia en los bosques, la ligera fragancia de las sendas de la pradera, la cadencia de los pájaros y los cantos melodiosos de las abejas en el viejo huerto, los silbidos del viento en las colinas, la puesta de sol tras los pinos, los límpidos rocíos llenando los cálices de las prímulas, las lunas crecientes a través de las oscuras ramas de los brezos, y las noches suaves iluminadas por las estrellas parpadeantes. Disfrutábamos todas esas bendiciones, inconscientemente y con los corazones iluminados, tal y como hacen los niños. Y detrás de todo eso, estaba el pequeño y absorbente drama de la vida humana, que estaba siendo representado a nuestro alrededor, y en el que cada uno de nosotros jugaba un papel satisfactorio, los alegres preparativos para la boda para mediados de junio de tía Olivia, la emoción de ensayar para el concierto con el que nuestro maestro, el señor Perkins, había elegido cerrar el año escolar, y los problemas de Cecily con Cyrus Brisk, que proporcionaba una impía alegría al resto de nosotros, aunque Cecily no pudiera ver el lado divertido del asunto. Los problemas fueron de mal en peor en el caso del irrefrenable Cyrus. Continuaba colmando a Cecily con notas, en las que la ortografía no mejoró; le amargaba la vida con la continua amenaza de pelearse con Willy Fraser, aunque, como Felicity señaló sarcásticamente, nunca lo hizo.
—Pero siempre temo que lo haga —dijo Cecily— y sería tan vergonzoso que dos chicos pelearan por mí en la escuela.
—Tuviste que alentar un a poco Cyrus al principio, o si no él no hubiera sido tan perseverante —dijo Felicity injustamente.
—¡Jamás lo hice! —gritó Cecily indignada—. Felicity King, sabes perfectamente, que odié a Cyrus Brisk desde la primera vez que vi su enorme cara gorda y roja.
—Felicity está celosa porque Cyrus no le hizo caso a ella en vez de a ti, Sis — dijo Dan.
—¡No digas tonterías! —dijo Felicity.
—Si no las dijera, no podrías entenderme, mi dulce hermanita —respondió Dan molesto. Al final, Cyrus coronó sus iniquidades con el robo del mechón de pelo denegado por Cecily.
Una soleada tarde en la escuela, Cecily y Kitty Marr pidieron y recibieron permiso para sentarse en el banco lateral que quedaba delante de la ventana abierta, por donde entraba la suave brisa procedente de los campos verdes de más atrás.
Siempre se consideraba como un regalo sentarse en aquel banco, y sólo era permitido como recompensa a algún mérito, pero Cecily y Kitty tenían otra razón para desear sentarse en él. Kitty había leído una revista que los baños de sol eran buenos para el
pelo; así que ambas pusieron sus largas trenzas sobre el alféizar de la ventana dejándolas colgar bajo los achicharrantes rayos del sol. Y mientras Cecily se
mantenía sentada de esta manera, trabajando diligentemente en una suma de fracciones de su pizarra, el ruin de Cyrus pidió permiso para salir, habiendo pedido
prestadas unas tijeras con anterioridad a una de las chicas mayores que hacía trabajos
de fantasía durante el receso de mediodía. Una vez fuera, Cyrus se acercó con sigilo a la ventana y le cortó un trozo de pelo a Cecily.
Este robo del mechón no produjo tan terribles consecuencias como el más famoso robo de un mechón del poema de Pope, pero el alma de Cecily no estuvo menos
agitada que la de Belinda. Lloró por ello durante todo el camino de vuelta a casa desde la escuela y sólo controló sus lágrimas cuando Dan declaró que pelearía con
Cyrus y haría que lo devolviera.
—Oh, no. No puedes —dijo Cecily luchando con sus sollozos—. No quiero que te pelees con él por mí. Y además, lo más probable es que te gane; es tan grande y bruto. Y podrían enterarse en casa, y tío Roger no me dejaría nunca en paz, y mamá estaría contrariada, ya que nunca creería que no es culpa mía. No sería tan malo si sólo hubiera cogido un poco, pero cortó un trozo grande de una de mis trenzas.
Míralas. Tendré que cortar la otra para igualarlas y se van a ver terriblemente cortas.
Pero la adquisición del trozo de pelo fue el último triunfo de Cyrus. Su caída estaba cercana; y aunque implicó a Cecily en su experiencia más humillante, la cual
la hizo llorar durante la mitad de la noche siguiente, al final confesó que fue mejor pasar por eso con tal de librarse de Cyrus.
El señor Perkins era excesivamente partidario de la disciplina estricta. No permitía comunicación alguna entre sus pupilos durante las horas de clase.
Cualquiera que fuese pillado incumpliendo esta regla, era castigado enseguida con la aplicación de uno de los peculiares castigos, por los que era famoso el señor Perkins, y los cuales generalmente eran mucho peores que una azotaina ordinaria.
Un día en la escuela, Cyrus le envió una carta a Cecily. Normalmente le dejaba sus efusiones en el pupitre, o entre las hojas de sus libros; pero esta vez envió la carta
a través de las manos de dos o tres escolares. Justo cuando Em Frewen la cogió sobre el pasillo, el señor Perkins salió de su puesto detrás de la pizarra y la pilló.
—Emmeline, trae eso aquí —le ordenó.
Cyrus se puso pálido. Em le llevó la nota al señor Perkins. Él la cogió y escrutó la dirección.
—¿Fuiste tú quién le escribió esto a Cecily, Emmeline? —le preguntó.
—No, señor.
—¿Quién la escribió entonces?
Em dijo, con bastante insolencia, que no lo sabía, que se la habían pasado desde la fila de al lado.
—Y supongo que no tienes ni idea de dónde venía —dijo el señor Perkins, con una espantosa sonrisa sardónica—. Bueno, quizá Cecily pueda decírnoslo. Vete a tu
sitio, Emmeline, y te quedarás de pie en la clase de ortografía durante una semana
como castigo por haber pasado la nota. Cecily, ven aquí.
Em se sentó indignada y la pobre e inocente Cecily fue arrastrada a la ignominia pública. Se levantó con la cara de color carmesí.
—Cecily —dijo su torturador—. ¿Sabes quien te escribió esta carta?
Cecily, al igual que cierto renombrado personaje, no podía contar una mentira.
—Yo… yo creo que sí, señor —murmuró débilmente.
—¿Quién fue?
—No puedo decírselo —balbuceó Cecily, al borde de las lágrimas.
—¡Ah! —dijo el señor Perkins educadamente—. Bien. Supongo que podría
descubrirlo fácilmente abriendo la carta. Pero es muy poco educado abrir las cartas de otras personas. Creo que tengo un plan mejor. Como te has negado a contestarme quien la escribió, ábrela tu misma, toma esta tiza, y copia el contenido en la pizarra para que podamos disfrutarlo todos. Y escribe el nombre del autor al final.
—Oh —resolló Cecily, eligiendo el menor de los dos males—, le diré quien la escribió… fue…
—¡Silencio! —El señor Perkins la detuvo con un suave movimiento de su mano.
Siempre era más suave cuanto más inexorable—. No me obedeciste cuando te ordené que me dijeras quién la escribió. Ahora no puedes tener ese privilegio. Abre la nota,
coge la tiza y haz lo que te ordeno.
Hasta el más dócil se rebela si le presionan demasiado, incluso las apacibles, serenas y obedientes almas como la de Cecily pueden ser incitadas hacia la rebelión absoluta.
—Yo… no lo haré —gritó apasionadamente.
Aunque el señor Perkins era un tirano, difícilmente habría infligido, creo yo,
semejante castigo a Cecily, quien era una de sus alumnas favoritas, si hubiera conocido la verdadera naturaleza de la misiva. Pero, como después admitió, pensó
que simplemente era la nota de alguna otra chica, una de esas notas sin importancia que las estudiantes son dadas a escribir, y además, se había comprometido con el decreto, el cual, al igual que aquellos de los medos y los persas, no debía ser alterado.
Dejar libre a Cecily después de su desobediencia podría establecer un precedente
revolucionario.
—¿De verdad crees que no lo harás? —pregunto sonriente—. Bueno, ahora que lo pienso, puedes elegir. O haces lo que te ordené, o durante tres días te sentarás
con… —el señor Perkins hizo un rápido recorrido visual por la clase para encontrar un chico que se sentara solo—… con Cyrus Brisk.
Esta elección del señor Perkins, que no sabía nada del pequeño drama de emociones que estaba ocurriendo en sus dominios bajo la rutina de lecciones y ejercicios, fue puramente accidental, pero en aquel momento lo tomamos como el golpe de un genio diabólico. Esto no le dejo elección a Cecily. Ella hubiera hecho casi cualquier cosa antes de sentarse con Cyrus Brisk. Desgarró la carta con ojos relampagueantes, cogió la tiza y escribió en la pizarra a toda velocidad. En pocos minutos el contenido de aquella carta decoraba la extensión usualmente
consagrada a composiciones más prosaicas. No puedo reproducirla palabra por palabra, ya que no tuve oportunidad posterior de refrescar mi memoria. Pero recuerdo que era excesivamente sentimental y con una ortografía muy mala,
ya que Cecily despiadadamente copió los errores del pobre Cyrus. Le escribía que sus ojos eran tan dulces y encantadores que no podía encontrar «palavras sufizientes para descrivirlos», que nunca podría olvidar «lo vonita que estava en la reunion de orasión» de la tarde anterior, que «habeses no podía Komer» pensando en ella, y más por el estilo y firmó «tullo asta que la muerte nos zepare, Cyrus Brisk». Mientras ella escribía los escolares, a pesar del temor al señor Perkins, estallábamos en risas ahogadas. El mismo señor Perkins no podía mantener una expresión seria. Giró abruptamente y se puso a mirar por la ventana, pero podíamos ver como se sacudían sus hombros. Cuando Cecily terminó y arrojó con amarga vehemencia, el señor Perkins se dio la vuelta con la cara muy roja.
—Puedes sentarte. Cyrus, por lo que se ve eres el culpable, coge el borrador, limpia la pizarra y luego ponte en la esquina mirando hacia la clase, y pon las manos erguidas sobre la cabeza hasta que yo te diga que puedes bajarlas.
Cyrus obedeció, Cecily voló hacia su asiento y lloró, y el señor Perkins no se metió más con ella aquel día. Cecily soportó amargamente su carga de humillación durante varios días, hasta que se reconfortó con el hecho de darse cuenta de que Cyrus había cesado de perseguirla. No le escribió más cartas, no la miró más con adoración extasiada, no le llevó más ofrendas votivas en forma de gomas y lápices a su santuario. Al principio pensamos que se había curado debido a las despiadadas burlas a las que le sometieron sus compañeros, pero su hermana le contó a Cecily la verdadera razón.
Cyrus al final terminó por creerse que la aversión que sentía Cecily por él era real y no meramente la defensa de la timidez de las jóvenes. Si le odiaba tan intensamente que prefería escribir aquella carta en la pizarra antes que sentarse con él, ¿qué uso tenía seguir suspirando como una caldera por ella? El señor Perkins había destrozado los jóvenes sueños de amor de Cyrus con una helada mortífera.
A partir de entonces la dulce Cecily mantuvo el ritmo sosegado de su camino, sin ser molestada por las atenciones de pretendientes enamorados.

El camino doradoWhere stories live. Discover now