El regreso a casa de Tío Blair

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Sucedió que tanto La niña de los cuentos como yo, nos despertamos muy temprano en la mañana del día de la boda del Hombre Difícil. Tío Alec iba a ir a Charlottetown aquel día, y yo, despierto al alba por los sonidos procedentes de la cocina que estaba debajo de nosotros, recordé que me había olvidado pedirle que me trajera cierto libro escolar que yo quería. Así que me vestí rápidamente y bajé apresuradamente para decírselo antes de que se fuera. Me reuní con la niña de los cuentos en las escaleras y me dijo que se había despertado y que, al no tener ganas de volver a dormir, decidió levantarse.
—Anoche tuve un sueño tan divertido —dijo—. Soñé que oía una voz
llamándome desde más allá del Camino del tío Stephen… «Sara, Sara, Sara», decía. No supe quien era, y ahora me parece como si fuera una voz conocida para mí. Me desperté mientras me llamaba, y parecía tan real, que a duras penas podía creer que fuese un sueño. Había una brillante luz de luna, y sentí ganas de levantarme e ir hasta el huerto. Pero sabía que eso sería estúpido y por supuesto no lo hice. Pero me quedé con las ganas, y no pude volver a dormirme. ¿No es extraño? Cuando tío Alec se había marchado, le propuse dar un paseo tranquilo hasta el
extremo más alejado del huerto, donde me deje olvidado un libro la tarde anterior. Una luna joven caminaba sonrosada sobre las colinas mientras bajábamos por el Paseo del Tío Stephen, con Paddy trotando detrás nuestro. Muy por encima nuestro estaba el espíritu azul de los cielos pálidos; el Este era un gran arco de cristal cruzado por el carmesí de la aurora; justo por encima estaba una blanca estrella de la mañana, como una perla en un mar de plata. Un ligero viento del alba tejía un conjuro oriental. —Es encantador estar levantado tan temprano como hoy, ¿verdad? —dijo la niña de los cuentos —. El mundo parece tan diferente justo al amanecer, ¿verdad que sí? Después de esto, me dan ganas de levantarme para ver el amanecer cada mañana el resto de mi vida. Pero sé que no lo haré. Me gusta dormir hasta tarde por las mañanas. Pero me gustaría poder hacerlo. —El Hombre Difícil y la señorita Reade van a tener un hermoso día para su boda —dije.
—Sí, estoy tan contenta. La Bella Alice se merece todo lo mejor. ¡Pero Bev… pero Bev! ¿Quién ese que está en la hamaca?
Miré hacia allí. La hamaca estaba colgada bajo dos de los árboles del final del paseo. En ella había un hombre tumbado, durmiendo, con el abrigo como almohada. Dormía tranquila, suave y saludablemente. Tenía una barba castaña y puntiaguda y un espeso y ondulado pelo castaño. Sus mejillas estaban rojo oscuro y las pestañas de sus ojos cerrados eran tan largas, oscuras y sedosas como las de una chica.
Llevaba puesto un traje gris claro, y en la esbelta y blanca mano, que colgada por fuera del borde de la hamaca, había un destello de fuego diamantino.
Me pareció que conocía su cara, aunque seguramente no le había visto nunca antes en mi vida. Mientras dudaba entre vagas especulaciones, la niña de los cuentos dio un
extraño y sofocado grito.
Inmediatamente después recorrió el espacio que había entre los dos, y se dejo caer de rodillas al lado de la hamaca, y lanzó sus brazos alrededor del cuello del hombre.
—¡Padre! ¡Padre! —gritó, mientras me quedé parado, anclado al suelo por el asombro.
El durmiente se movió y abrió dos grandes y brillantísimos ojos avellanados. Por un momento miró inexpresivo a la joven chica de pelo castaño y rizado que estaba
abrazándole; se levantó y la abrazó.
—Sara… Sara… ¡mi pequeña Sara! ¡Pensar que al principio no te conocí! Pero tú eres casi una mujer. Y cuando te vi por última vez eras una niña de ocho años. ¡Mi
pequeña Sara!
—Padre… padre… a veces me he preguntado si volverías. —Le oí decir la niña de los cuentos, mientras me daba la vuelta y me escabullí subiendo por el paseo, dándome cuenta de que mi presencia no era necesitada y que se me echaría poco de menos.
Varias emociones y especulaciones dominaron mi mente durante mi retirada; pero
principalmente tenía un sentimiento de triunfo por ser el portador de noticias excitantes.
—Tía Janet, tío Blair está aquí —anuncié sin aliento en la puerta de la cocina.
Tía Janet, que estaba amasando el pan, dio media vuelta y levantó sus manos enharinadas. Felicity y Cecily, que estaban entrando en aquel momento a la cocina, sonrosadas por el sueño, se detuvieron y me miraron fijamente.
—¿Tío qué? —exclamó tía Janet.
—Tío Blair… el padre de la niña de los cuentos. Está aquí.
—¿Dónde?
—Abajo, en el huerto. Estaba dormido en la hamaca. Le encontramos allí.
—¡Dios mío! —dijo tía Janet, sentándose impotentemente—. ¡Típico de Blair! Por supuesto él no puede llegar como nadie más. Me pregunto… —dijo para sí misma—… me pregunto si vino para llevarse con él a la niña.
Mi alegría se disipó como una vela a quien alguien acaba de apagar.
Nunca había pensado en eso. ¿Si tío Blair se llevaba lejos a la niña de los cuentos  la vida
en la granja de la colina no perdería mucho sabor? Me di la vuelta y seguí a Felicity y Cecily hasta fuera, en un estado de animo bastante apagado.
Tío Blair y la niña de los cuentos justo salían del huerto. El brazo de él estaba sobre el hombro de ella. Risas y lágrimas rivalizaban en sus ojos. Sólo en una ocasión
anterior, cuando Peter regresó del Valle de las sombras, había visto llorar a la niña de los cuentos. La emoción debía entrar muy profundamente en ella antes de llegar a la
fuente de las lágrimas.
Siempre había sabido que amaba a su padre profundamente, aunque raramente hablaba de él, al comprender que sus tíos y tías no eran del todo sus amigos de
corazón.
Pero la bienvenida de tía Janet fue lo suficientemente cordial, aunque un poco nerviosa. A pesar de lo que pudieran pensar aquellas personas trabajadoras y ahorrativas en ausencia del alegre Blair Stanley el Bohemio, en su presencia incluso les gustaba, gracias a alguna cualidad fascinante en su alma. Tenía «un estilo
característico»… revelado incluso en la forma en que cogió en sus brazos a la austera tía Janet, sosteniendo su forma maternal como si fuera una esbelta escolar, y en como besó sus mejillas rosadas.
—Hermana… ¿nunca vas a envejecer? —dijo—. Aquí estás a los cuarenta y cinco años con las rosas de los dieciséis… y apuesto que sin una cana.
—Blair, Blair, eres tú quien siempre estás joven —dijo riendo tía Janet, no poco
complacida—. ¿Desde que parte del mundo has venido? ¿Y qué es eso que he oído de que dormiste toda la noche en la hamaca?
—Como sabes, he estado pintando todo el verano en el Distrito de los Lagos — respondió tío Blair— y un día sentí deseos de ver a mi niña pequeña. Así que navegué hasta Montreal sin perder tiempo.
»Llegué aquí a las once de la pasada noche… el hijo del revisor de la estación me trajo en su carro. Es un chico agradable. La vieja casa estaba a oscuras y pensé que sería una lástima levantarles a todos de la cama después de un duro día de trabajo.
Así que decidí que pasaría la noche en el huerto. Había luz de luna, sabes, y la luz de
la luna en un viejo huerto es uno de los pocas cosas que quedan de la Era dorada.
—Fue una locura por tu parte —dijo la práctica tía Janet—. Estas noches de septiembre son realmente frías. Podrías haber pillado un resfriado de muerte… o una buena dosis de reumatismo.
—Seguramente. No dudo que fue una locura de mi parte —agregó alegremente tío Blair—. Debe haber sido culpa de la luz de la luna. Como sabes, hermana Janet, la
luz de la luna tiene una cualidad intoxicadora. Es un fino y ligero, vino plateado semejante al que las hadas, inmunes a él, deben beber en sus fiestas; pero cuando un
mero mortal bebe un sorbo de él, se lanza inmediatamente a su cerebro, produciendo
la pérdida del sentido común del día. De todas formas, no he pillado un resfriado ni el
reumatismo que hubiera pillado una persona normal al ser atraída a hacer una cosa tan poco sensata; hay una especial Providencia para la gente loca como yo. Disfruté
la noche en el huerto; por un momento estuve acompañado por los dulces y viejos recuerdos; y entonces me dormí profundamente escuchando los murmullos del viento
en aquellos viejos árboles de allí. Y tuve un sueño hermoso, Janet. Soñé que el viejo huerto florecía de nuevo, como lo hizo aquella primavera de hace dieciocho años.
Soñé que su luz era la luz de primavera, no la de otoño. Había alegría de vivir en mi sueño, Janet, y la dulzura de palabras olvidadas.
—¿No es parecido a mi sueño? —me susurró la niña de los cuentos.
—Bueno, mejor que entres y tomes un buen desayuno —dijo tía Janet—. Éstas son mis hijas pequeñas… Felicity y Cecily.
—Las recuerdo como dos pequeñas adorables —dijo tío Blair, apretando sus manos—. No han cambiado tanto como mi pequeña. Porque, está hecha una mujer,
Janet… es una mujer.
—Aún sigue siendo una niña —dijo tía Janet con poca consideración.
La niña de los cuentos sacudió sus largos rizos castaños.
—Tengo quince años —dijo—. Y tienes que verme con mi vestido largo puesto, padre.
—Cariño, no debemos seguir separados por más tiempo —le oí decir tiernamente a tío Blair. Esperaba que quisiera decir que se iba a quedar en Canadá… no que se
llevaría lejos a la niña de los cuentos.
Aparte de eso, tuvimos un día alegre junto al tío Blair.
Evidentemente le gustaba más nuestra sociedad que la de los adultos, ya que él era un niño de corazón, alegre, irresponsable, siempre actuando por el impulso del momento. Todos lo encontrábamos una compañía encantadora. No hubo escuela aquel día, porque el señor Perkins estaba ausente, para dar una conferencia en la Convención de maestros, así que pasamos la mayor parte de sus horas doradas en el huerto con tío Blair, escuchando los fascinantes relatos de sus andanzas por lugares
extraños. También nos sacó fotografías a todos nosotros, y esto fue especialmente delicioso, ya que por aquel entonces la cámara de fotos era una novedad y ninguno de nosotros se había hecho fotografías. El placer de Sara Ray estuvo malogrado, como
siempre, preguntándose qué diría su madre de ello, ya que la señora Ray tenía, al parecer, algunos prejuicios muy peculiares acerca de hacer o hacerse cualquier clase de retrato, debido a una interpretación excesivamente estricta del segundo
mandamiento. Dan sugirió que no tenía por qué contárselo a su madre; pero Sara
sacudió la cabeza.
—Tengo que contárselo. Desde el día del Juicio Final, decidí contarle todo a ma.
—Además —añadió Cecily seriamente—, la Guía Familiar dice que debemos contarle todo a nuestra madre.
—Algunas veces es muy duro —dijo Sara suspirando—. Ma me regaña muchísimo cuando le cuento las cosas, eso en cierta forma me desanima. Pero cada
vez que pienso en lo mal que me sentí el día del Juicio Final por haberle engañado en algunas cosas, siento más valor. Haría cualquier cosa antes de sentirme igual la
próxima vez que llegue el día del Juicio Final.
—Huelo una historia —dijo tío Blair—. ¿Por qué hablan en pasado del día del Juicio Final?
La niña de los cuentos le contó la historia de aquel horrible domingo del verano anterior y
todos nos reímos con él de nosotros mismos.
—De todas formas —murmuró Peter—, no quiero volver a tener una experiencia como ésa. Espero estar muerto la próxima vez que llegue el día del Juicio Final.
—Pero para entonces ya serás mayor —dijo Félix.
—Oh, eso será perfecto. No me importaría. No sabría nada hasta que realmente ocurriera. Lo peor de todo es la espera.
—Creo que no deberían hablar de esas cosas —dijo Felicity.
Todos fuimos a Logro dorado cuando llegó la tarde. Sabíamos que el Hombre Difícil y su esposa llegarían a su casa al anochecer, y queríamos esparcir flores en el sendero por el cual ella debía entrar a su nueva casa. Fue idea de La niña de los cuentos, pero no creo que tía Janet nos hubiera dejado ir si tío Blair no hubiera intercedido por nosotros.
Quiso acompañarnos, y accedimos a condición de que estuviera oculto cuando el nuevo matrimonio llegara a casa.
—Verás, padre, al Hombre Difícil no le importamos nosotros, porque sólo somos
niños y él nos conoce bien —explicó la niña de los cuentos—, pero si te ve a ti, un extraño,
eso podría confundirle y estropearíamos su recibimiento, y eso sería una pena.
Así que fuimos hasta Logro Dorado, cargados con todos los destrozos florales que habíamos realizado de ambos jardines. Era una tarde de septiembre tintada de ámbar claro, y más allá, sobre el Puerto de Markdale, mientras esperábamos salía una gran luna roja y redonda. Tío Blair estaba escondido detrás de las borlas de los pinos
zarandeados por el viento de la puerta, pero él y la niña de los cuentos estuvieron saludándose
con las manos y haciéndose bromas divertidas y alegres.
—¿Realmente te sientes familiarizada con tu padre? —susurró Sara Ray—. Hacía mucho que no le veías.
—No habría ninguna diferencia si hubieran pasado cien años —dijo la niña de los cuentos
sonriendo.
—S-s-h-s-s-h… están llegando —susurró Felicity emocionada.
Y entonces llegaron… la bella Alice ruborosa y encantadora… hermosa con su bello traje azul, y el Hombre Difícil, tan fervientemente feliz que olvidó por completo
su torpeza. Bajó galantemente de la calesa y sonriente la dejó acercarse hasta
nosotros. Caminamos delante de ellos esparciendo generosamente nuestras flores en el sendero, y Alice Dale caminó hasta los escalones de la puerta de su nueva casa sobre una alfombra de flores. Ambos se detuvieron en los escalones, se giraron hacia nosotros y tímidamente les hicimos las felicitaciones y los buenos deseos apropiados a la ocasión.
—Ha sido tan dulce de vuestra parte hacer esto —dijo la sonriente novia.
—Fue encantador hacerlo para ustedes —susurro la niña de los cuentos — y, señorita
Reade… quiero decir, señora Dale… todos deseamos que sea muy, muy feliz.
—Estoy segura de que así será —dijo Alice Dale, girándose hacia su esposo. Él miró a sus ojos… y fuimos olvidados completamente por ambos. Nos dimos cuenta, y nos marchamos sigilosamente, mientras Jasper Dale adentraba a su esposa en su casa y dejaba al resto del mundo fuera. Corrimos a toda prisa alegremente a través del crepúsculo iluminado por la luna. Tío Blair se reunió con nosotros en la entrada y La niña de los cuentos le preguntó que pensaba de la novia.
—Cuando muera, sobre su polvo crecerán violetas blancas —respondió.
—Tío Blair dice cosas aún más extrañas que la niña de los cuentos —me susurró Felicity. Y así terminó para nosotros aquel hermoso día, deslizándose entre nuestros dedos
mientras intentábamos retenerlo. Se cubrió de sombras y se alejó por el camino iluminado por las estrellas de la tarde. Había sido un regalo del Paraíso. Todas sus horas fueron hermosas y queridas. Desde el rubor de la aurora, hasta la caída de la noche no se había estropeado. Se acompañó de risas y sonrisas. Pero nos dejó la dicha del recuerdo.

El camino doradoWhere stories live. Discover now