C A P Í T U L O 34.

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Zach.

Habían pasado tres días desde que había visto a Kellie por última vez, en la puerta de su casa después de que me hubiera dicho que me amaba.

Ahora, por mi parte, yo estaba muriéndome, casi literalmente.

No habíamos hablado, ni siquiera un mensaje, debido a dos razones con bastante peso: la primera era que estaba bastante enfermo, de ese tipo de resfriados que venían de un día para el otro y te hacían sentir que cada hora era la última de tu vida, y la segunda era nada más y nada menos que había perdido mi celular.

Me sentía pésimo por el hecho de que, quizás, ella estaba pensando que yo había entrado en pánico o algo parecido, y ahora estaba ignorándola —nada más lejos de la verdad—, pero mi madre me tenía prohibido salir de la casa, incluso ahora que la fiebre había bajado y que ya no hablaba como si tuviera una pinza constantemente en mi nariz. Cada vez que intentaba salir, ella mandaba a mi hermano a agarrarse de mi pierna como si fuera un parásito que no se soltaba hasta que yo estuviera de nuevo en mi habitación y, preferiblemente, en mi cama. Y Jake era espectacular actuando como garrapata.

Y, ahora que ella se había ido hacía quince minutos a comprar cosas con Jake y estaba seguro de que no iban a volver a atarme a la cama, era mi oportunidad de escapar de ambos y correr hasta la casa de Kellie.

Cuando por fin estaba poniendo un pie en un escalón para subir a mi habitación y vestirme, el timbre de mi casa sonó.

Solté un bufido, repentinamente malhumorado y dirigiéndome a la entrada de mi casa para luego abrir la puerta con una expresión molesta.

Por supuesto, una vez vi el rostro al otro lado de la puerta, mi malhumor pareció desaparecer, llevándose consigo la mala expresión que tenía previamente.

—Kellie —dije, escuchando la alegría en mi voz al verla con aquella radiante sonrisa en su rostro —. Estaba por ir a tu casa.

Ella, como si estuviera en la mencionada, me rodeó con una sonrisa y entró a mi casa, lo cual no me molestó en lo absoluto.

—¿Estás enojada? —se me escapó una vez estuvimos en la cocina.

Ella me miró como si hubiera perdido la cabeza, riéndose.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Prácticamente desaparecí por tres días. —dije, como si fuera obvio.

Kellie dejó de mirarme y ahora le sonreía a lo que fuera que estaba haciendo.

—Estás enfermo.

Fruncí el ceño.

—¿Cómo sabes eso? —pregunté, y ella se giró en mi dirección —. Quería llamarte pero perdí mi celular, no puedo encontrar esa cosa por ningún lugar.

Tampoco recordaba mi contraseña de ninguna red social como para entrar por la web y escribirle.

Ella intentó contener la sonrisa, pero, a pesar de que sus labios no la mostraban, sus ojos brillaban de aquella manera inconfundible que me dejaba saber que quería hacerlo.

—Puede ser que Jake lo tenga. —farfulló, la diversión también sonando en su voz.

—¿Qué? —pregunté, mi ceño fruncido profundizándose.

Ella se rio, mordiendo su labio inferior para detenerse.

—Bueno, creo que es hora de que lo sepas —dijo, encogiéndose de hombros y volviendo a girarse a lo que ahora reconocía como uno de sus famosos tés de hierbas —, desde aproximadamente cuando cumplimos seis meses de novios, Jake roba tu celular cada tanto y hablamos cuando se aburre. Te robó el celular hace dos días, me llamó y olvidó devolvértelo. Hoy me llamó de nuevo para decirme que estabas enfermo y que ellos iban a salir como a esta hora.

—¡Ese...! —me guardé los patéticos insultos que iban a rodar por mi lengua, parecidos a tonto y animal salvaje. La miré con los ojos entrecerrados, en plena acusación —. ¿Durante casi tres años mi hermano me roba el celular y no pensaste en decírmelo?

Me miró, fingiendo ofensa.

—¿Por qué lo haría? —preguntó, soltando la sonrisa que intentaba refrenar —. Es de lo más divertido hablar con ese niño, de verdad.

—¡Tú eres incluso peor que él! —acusé, y, en cuanto se dio cuenta de mis intenciones, comenzó a correr a las carcajadas, conmigo siguiéndola de cerca. A apenas un paso del sofá en medio de nuestra sala de estar, mis manos alcanzaron su cintura y, en menos de dos segundos, mis brazos se habían abrazado a ella y estábamos tirados el sofá.

Ella parecía incapaz de detener la risilla risueña casi como me era imposible para mi borrar la sonrisa de mi rostro al verla de esa forma, tan cerca de mi.

Cubrió su boca con sus manos, la picardía de un niño en sus ojos, con todo su cabello enmarcando su rostro sobre el almohadón del sofá.

—¿Durante el tiempo que no estábamos juntos te llamó?

Presionó sus labios en una fina línea en un intento de controlar su ataque de risa y de no soltar información.

Mis dedos se deslizaron por su abdomen con rapidez, causando que las cosquillas la hicieran retorcerse debajo de mi mientras liberaba su risa e intentaba alejarme con sus antebrazos.

—¡Kellie, vas a confesar lo que tú y ese pequeño demonio han complotado!

Con mis palabras, solamente logré que se riera aún más alto.

Detuve mis cosquillas, mirándola directamente a los ojos con acusación.

De pronto, con la mirada divertida aún en su rostro, una de sus manos se sostuvo de mi hombro mientras que la otra se hacía paso por mi cabello. Elevó su rostro hasta que sus labios estuvieron a solo milímetros de los míos, sintiendo su respiración en la mía. Todas mis intenciones cuando nos había lanzado al sofá desaparecieron de mi cerebro, queriendo ahora solamente besarla.

Cuando me tuvo lo suficientemente distraído, ella no demoró más de dos segundos en deslizarse entre mis brazos y correr lejos de mi, riéndose.

Ahora, el sofá estaba entre ambos.

—Kells, eso fue cruel. —dije, con la sonrisa sin desaparecer de mi rostro.

—Si tienes que saber —dijo, la expresión infantil y divertida impregnada en todas las facciones de su rostro —, Jake me llamaba todas las semanas, pero desde el número de tu casa.

Con esto y una risa, dejándome con la boca abierta, se dio la vuelta y se fue a los saltos hasta la cocina, donde mi futuro té me esperaba. 

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Midnight Blue Eyes  [ESPAÑOL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora