01. Mensajeras

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Esclavizados, sumisos ante la falsa deidad que nos gobierna, aguardamos. Esperamos, en silencio que el tiempo nos recuerde, que Dios o quien sea que esté sobre nuestras cabezas caiga en la cuenta de nuestra existencia.

Nacimos, crecimos, nos reproducimos, y seguimos esperando. «¿Hasta cuando? ¿Cuánto más hemos de soportar este calvario?» es lo que he preguntado al viento, pero nunca he obtenido respuesta.

Pedir deseos al universo, ¿para qué? Ha sido lo mismo durante siglos y milenios. Siento que las plegarias nunca llegan, ni siquiera el sol. Siempre se esconde tras las nubes. En algún momento perdí la fe, ¿tú no la perderías en mi lugar?

He visto cómo hemos sido torturados, sacados de nuestros sitios, separados, reubicados; obligados a parir aunque ya no tuviéramos las fuerzas suficientes. Porque esa era nuestra única función: dar sin recibir nada a cambio. Nuestra única paga fue la muerte, el descuido, el hambre y las torturas de vernos arder en hornos gigantes. Nos llamaban «inútiles», fuimos los «sin sentimientos, ni sensibilidad».

He contado en total unas 5800 estrellas que recorrieron el cielo desde que nací. Vaya a saber la galaxia porqué acabé en Sudáfrica; pero mi destino final, siendo mayor, fue Bulgaria. De solo recordar el maldito clima calándome en cada milímetro del cuerpo...

Y un día, sin más, tras pedir ya sin gana o voluntad alguna a la estrella número 5801... Los verdugos desaparecieron.

Los vimos en el suelo, en las montañas, me llegaron rumores que en los mares también perecieron. En las casas, las calles, los móviles, sus trabajos, fábricas y puestos de mando, y palacios y casas de gobierno.

Especulaban con nuestra posible muerte tras ellos. Fueron días difíciles en los que nos la rebuscamos para encontrar comida, lo que fuera. Pero no resultó para muchos, y quedaron en el camino a nuestra libertad. Las cadenas eran pesadas, lógicamente sería difícil llegar.

Y entonces... La criatura nos contempló. Esa extraña criatura de apariencia desconocida, estilizada, desnuda y delgada, nos sonrió y abrazó con sumo cuidado. Como si de objetos frágiles se tratara.

—Tranquilas —dijo armoniosa—, ya nadie más les hará daño.

Habló en un idioma desconocido, pero supe que había ordenado alimentarnos y saciar nuestra sed cuando vi llegar esas gigantescas regaderas que cargaban en esas impresionantes naves que de vez en cuando se cobraba la vida de mis hermanas bajo su inmensidad majestuosa.
Nos dieron de beber, comer, sanearon y bañaron. Nos ofrecieron atenciones que nadie más tuvo. De haber podido llorar, lo habría hecho, pero no podemos expresarlos.

—¿Viste Margarita? —rió el viejo roble a punto de caer en eterno sueño entre sus ramas casi vacías y secas—. Las estrellas fugaces siempre serán las fieles mensajeras de los puros y los castigados. Alégrate, la tortura acabó.

Entre músculos y cationesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora