02. Introducción de no uso

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Llevaba años sin conocer lo que era eso que llamaban «animal».
Sí, había leído sobre ellos, sabía lo que eran, cómo lucían y hasta su talla.
Me refiero a que no pude conocer uno real, uno vivo. Ni una «mascota». Esas maravillas no pasaban de los hologramas cuando iba a la escuela. Al principio te impresionan, después de un tiempo, te aburren y cansan. No es lo mismo tener un pajarito de verdad cantando en tu árbol y que salga volando al ver que te acercas, que un pajarito cantando en tu árbol y que no reaccione.

Mis abuelos tenían libros, enciclopedias y fotografías de esas bellas criaturas de la Madre Naturaleza.
De joven, escuchaba a mis abuelos hablar de lo increíble que era su perro Tobías, de los jilgueros, las lagartijas que rondaban por la casa en busca de insectos qué comer. Hablaban de cuánto extrañaban ese pasado lejano -cabe aclarar que los «animales» no existían desde hacía 50 años en ese entonces-, y de cómo lo habían arruinado los hombres por amor a lo que se llamaba «cacería» y algo de unas pieles que nunca entendí... Pero no me gustó nada el solo pensar de qué podía tratar.
Mis abuelos murieron sin verlos de nuevo, sin siquiera noción de que en algún momento iban a recuperarse o parecido. Eso me llenó de odio, por nosotros como especie, como plaga destructora. ¿Qué ganaban asesinando seres que no podían defenderse o siquiera comunicarse? Digo, porque ni siquiera podían alzar la voz para protestar.
Y el día del entierro de mi abuela, lo decidí. Me hundí en esa desesperación durante años, fue mi perdición, mi maldita condena.

La llamé RAM -Random Animal Machine-, y estaba inspirada en mi estúpida impresora 3D, una que nunca funcionó. Pensé en lo impensado, no lo habrían hecho de no ser tan retorcidos como yo.
Para mi cometido, me valí de 100 kilos de carne de todos los cortes habidos y por haber, creados a partir de la biotecnología de cultivo -hicieron cultivo y replicación celular de tejidos vacunos, por ejemplo. Desde hígado, hasta lo que puedas imaginar-. Mi sueño y obsesión siempre fueron las aves, cada especie y tamaño me fascinaban. Deseaba un águila, entrenarla y tenerla de mascota. Claro que nadie tendría una así, es extraño y no correspondería, son aves salvajes, nacieron para ser libres. O al menos eso fue lo que leí en los libros.

Aumenté la potencia, tamaño y algoritmos de la impresora. Transformé la carne comprada en hebras, e inicié el proceso en cuanto tuve todo listo. La asimilación y aceptación del nuevo material fue un éxito.

La impaciencia y emoción domaban mi ética, mi cabeza entera al ver a la criatura imprimiéndose, a dotarse de forma, color... Lo escuchaba chillar de dolor, sólo era un proceso, pronto estaría completo y dejaría de hacerlo. Duriagh -como decidí llamarlo-, «nació» sin plumas, calvo, ciego. Prefiero no seguir con la lista de defectos para no causar más impresión.
Murió a las pocas horas. Fue mi mayor fracaso. No me rendí.
Intenté de nuevo a la semana siguiente, esta vez, haciéndole modificaciones a los cortes. Agregando cosillas y pensando en las siguientes. La carne no bastó, imprimió la mitad. Me maldije por el error de cálculo.

Dicen que la tercera es la vencida. Les creo.

El tercero salió tal como esperaba.
Maravilloso. Casi mágico. ¡Santa Naturaleza, era perfecto!
Ya lo dije, era retorcido. No hallé forma de darle vista, ni pico con qué defenderse o comer, ni plumas para protegerse del frío. Pero podía hablar. ¡Mi pichón hablaba! Con unos implantes artificiales y colocación de pluma por pluma, en seis días estuvo listo. Las alas le pesaban un poco, lógicamente, la aleación de titanio-acero no era nada liviano.
Fue bautizado como Mendriag.

-¿Mamá? -preguntó. Lo recuerdo muy bien-. ¿Tú eres... mi mamá?

Supuse que esa era la emoción que toda madre debía sentir al ver a su hijo por primera vez, al oírlo hablar; y como madre, si quería darle todo, debía hacer todo esfuerzo a mi alcance.
Y eso hice.

Mostré mi creación al mundo. Las corporaciones no tardaron en mostrarse y hacer filas para comprar la RAM. Creyendo que hacía lo correcto, que esto salvaría a la especie animal, vendí aquí y allá. La exclusividad de ensamblaje la tenía Estados Unidos y nadie más. Me imaginaba un futuro lleno de animales similares a Mendriag.

Y de un momento al otro, EE.UU. se negó a seguir ensamblando las máquinas creadoras de vida. Por la competencia de mercado animal mundial.
Quienes en algún momento vivimos aquí, sabemos lo orgulloso y posesivo que son los estadounidenses. Pues... ese orgullo y posesión molestó mucho a los países que deseaban adquirirlas.
Tanto se molestaron, que iniciaron una guerra. Dividieron al mundo en tres, por eso el conflicto se llamó Guerra Tripartita.

Recuerdo que, en un acto por evitar que creciera como la peste, le retiré la patente de ensamblaje exclusivo a mi país y repartí los planos de construcción a los implicados, a cambio de reestablecer la paz.
O al menos eso creí que pasaría.

Algunos -muchos- no entendieron eso que pedí y continuaron peleando.
Usaban la máquina para crear más, y más criaturas; una tras otra era modificada genéticamente para ser mejor que la anterior, se imprimía y era sacrificada en las líneas de defensa.

Cachorros, jóvenes y adultos peleaban una guerra cobarde. Una donde los humanos se escondían en sus guaridas mientras ellos se mataban unos a otros.

Mendriag quedó a cargo de un trío confiable. Escucharlo suplicarme porque no me fuera... Hizo pedazos mi corazón.

Quiero que sepan, que esta nunca fue mi intención. Sólo quise darles animales a tus siguientes generaciones, las que quizás tú no disfrutarás. Quise darles a alguien eterno, modificado, capaz de comunicarse, de defenderse. Oponerse.

Perdón por jugar a ser Fauna. Por esta herencia.

Ustedes serán más cuerdos que yo.
El humano, por naturaleza, retuerce todo lo bueno.

Atentamente.
Thomas Gardner.

Entre músculos y cationesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora