Ejerciendo.

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El amanecer se cuela a través de los  grandes ventanales de su salón. Estamos hechos un ovillo en el sofá con una manta sobre nosotros.
Recuerdo venir aquí y sentarme a contemplar la noche, ¿pero cuándo se vino él?

—No pienso dejarte marchar, Ana —susurra contra mi pelo y deposita un beso en mi cabeza—. Te daré tiempo, te daré espacio, pero no dejaré que huyas de mí —afirma con firmeza.
Cierro los ojos sintiendo escozor.

—No puedo hacer esto, Christian —confieso.
Él me hace girar hasta que quedamos frente a frente. Esta deliciosamente espectacular con cara de recién levantado, el pelo alborotado y sin camiseta. Me río. Claro, la tengo puesta yo.

—Ya te digo que puedes. Es más; no puedes resistirte. Desde ayer no has hecho más que ceder a mí. Estás enamorada de mí quieras o no admitirlo, de otro modo anoche no hubiésemos acabado en la cama. O en el sofá en este caso.
Sonrío con tristeza.
Sus ojos me miran con tanto amor que me derriten por dentro.

—Por lo menos no piensas que soy una cualquiera —expreso con pesar y su dulce expresión cambia de golpe.

—No eres una cualquiera. ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? —espeta con coraje.

—Estoy prometida y me he acostado con otro. ¿Cómo crees que se llama eso?
Bufa.

—Cariño, creo que has pasado demasiado tiempo en ese pueblo —dice con desparpajo.
Me río.
Me arropa aún más con la manta de pelo suave gris perla, acuna mi mejilla y se inclina para besarme los labios.
—¿Cómo llamas tú a casarte con alguien a quien no quieres?

—Pero dije que lo haría —contesto a su vez y noto como se endurecen sus facciones.

—Pues ahora dices que no, Ana —ordena con frialdad.

—No puedo hacerle eso... —susurro dejando las palabras en el aire.
Un aire que se carga de tensión.

—Te haces un favor. Ese cabrón aprovechado...

—No digas eso.
Me mira enfadado.

—Te ha llenado la cabeza de mentiras en mi contra toda la vida. Él sabía lo que sentía por ti. Sabía que me iba para que pudiéramos labrar nuestras carreras sin las interferencias de las costumbres pueblerinas —gruñe indignado—. ¿Y qué hizo? Salió corriendo en tu busca hablándote de lo degenerado que soy, de que solo pienso en follarme a todas las chicas del pueblo. Y tú, creíste todo.
Cojo su mano de mi mejilla y le beso la palma con reverencia.

—Lo siento —musito con los ojos llenos de lágrimas—. Creí que era una más. No supe nada más de ti.

—¿Una más? —sonríe—. Ana, tú has sido la única.
Bajo la mirada sintiendo una incontrolable felicidad.
Entierra la cara en mi cuello y me besa la piel con suavidad.
—Te quiero.
Dejo caer la cabeza en su hombro y le abrazo, y él a mí.
Yo también te quiero, campeón. Te quiero más que a mi propia vida.
El teléfono fijo suena rompiendo el silencio pero Christian no me suelta.
—No tengo nada importante. Que dejen un mensaje.
Me besa los labios, enredo la mano en su cuello cediendo de nuevo a él y nos volvemos a besar. El teléfono vuelve a sonar pero ninguno hace nada por separarse. Hasta que salta el contestador y oímos el mensaje.

Christian... vamos camino al hospital. A tu padre le ha dado un infarto, tienen que operarle de urgencia. Cariño, te vemos allí. Tened cuidado en la vuelta. Por favor.
El sollozo de Grace da paso a un segundo de silencio antes de que ambos demos un salto del sofá.

—Dúchate, voy al coche por unas cosas —dice sin mirarme y con la voz inexpresiva.
Se me encoge el corazón por él.
Me voy al baño y me ducho en un minuto. Me enrollo una toalla, me lavo los dientes con lo que supongo que es su cepillo, de mi bolso saco una goma del pelo y me lo recojo en una coleta alta.
Christian entra como una bala quitándose la camiseta y tirándola en el cesto de la ropa sucia.

Campanas de boda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora