La partida de Quirón

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¿Alguna vez has llegado a casa y te has encontrado tu habitación hecha un lío? ¿Acaso algún alma caritativa ha intentado « limpiarla» y, de repente, ya no logras encontrar nada? E incluso si no falta nada, ¿no has tenido la inquietante sensación de que alguien había estado husmeando entre tus pertenencias y sacándole el polvo a todo con cera abrillantadora al limón? Así es como me sentí al ver el Campamento Mestizo tras la pelea. Solo entonces me di cuenta de aquello a lo que no le había dado importancia en más de una semana.

A primera vista, las cosas no parecían tan diferentes. La Casa Grande seguía en su sitio, con su tejado azul a dos aguas y su galería cubierta alrededor; los campos de fresas seguían tostándose al sol. Los mismos edificios griegos con sus blancas columnas continuaban diseminados por el valle: el anfiteatro, el ruedo de arena y el pabellón del comedor, desde donde se dominaba el estuario de Long Island Sound. Y acurrucadas entre los bosques y el arroyo, las cabañas de siempre: un estrafalario conjunto de doce edificios, cada unos de los cuales representaba a un dios del Olimpo. Pero ahora el peligro estaba en el aire y podías percibir que algo iba mal; en vez de jugar al voleibol en la arena, los consejeros y los sátiros estaban almacenando armas en el cobertizo de las herramientas. En el lindero del bosque había ninfas armadas con arcos y flechas charlando inquietas, y el bosque mismo tenía un aspecto enfermizo, la hierba del prado se había vuelto de un pálido amarillo y las marcas de fuego en la ladera de la colina resaltaban como feas cicatrices. Alguien había desbaratado uno de mis lugares preferidos de este mundo, y no me sentía... bueno, ni medianamente contenta. Mientras nos encaminábamos a la Casa Grande, nadie les dio la bienvenida, y me sentí mal por ellos. Algunos reaccionaron al ver a Tyson, pero la mayoría pasó de largo con aire sombrío y continuó con sus tareas, como llevar mensajes o acarrear espadas para que las afilasen en las piedras de amolar. El campamento parecía una escuela militar, y yo, que ya llevaba allí unos días, sabía que así era. Nada de todo eso le importaba a Tyson, pues estaba absolutamente fascinado por lo que veía.

—¿Qué es-eso? —preguntó asombrado.

—Los establos de los pegasos —le dijo Percy—. Los caballos voladores.

—¿Qué es-eso?

—Ah... los baños. 

—¿Qué es-eso? 

—Las cabañas de los campistas; si no saben quién es tu progenitor olímpico, te asignan la cabaña de Hermes (esa marrón de allí), hasta que determinan tu procedencia. Una vez que lo saben, te ponen en el grupo de tu padre o tu madre.

Le miró maravillado.

—¿Tú... tienes cabaña?

—La número tres. —Señaló un edificio bajo de color verde, construido con piedras marinas.

—¿Tienes amigos en la cabaña?

—No. Sólo yo.

Cuando llegamos a la Casa Grande, encontramos a Quirón en su apartamento, escuchando su música favorita de los años sesenta mientras preparaba el equipaje en sus alforjas. Supongo que debería mencionarlo: Quirón es un centauro. De cintura para arriba parece un tipo normal de mediana edad, con un pelo castaño rizado y una barba desaliñada; de cintura para abajo es un caballo blanco. Para pasar por humano, comprime la mitad inferior de su cuerpo en una silla de ruedas mágica. Nada más verlo, Tyson se detuvo en seco.

—¡Poni! —exclamó en una especie de arrebato. Quirón se volvió con aire ofendido.

—¿Cómo dices?

Annabeth corrió a abrazarlo.

—Quirón, ¿qué está pasando? No irás a marcharte, ¿verdad? —le dijo con voz temblorosa. Quirón era como un segundo padre para ella. Él le alborotó el pelo y la miró con una sonrisa bondadosa.

La Heredera De Pandora (LDDV II)Where stories live. Discover now