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La yema de mi dedo roza el borde del sol, se desplaza al inicio de la cadena; tomo el medallón que cuelga de mi cuello con la mano izquierda y me lo llevo a los labios. Rosegh, lugar del eterno verano, suspiro, mis padres dicen que esas fueron las últimas palabras de mis progenitores al entregarme. Yo era un bebé imprevisto y ellos jóvenes nómadas, viajeros enamorados, su propia pequeña estirpe aventurera. No había cabida en sus planes para un bebé, me dieron a nuevos padres para protegerme, aseguraban que era salvarme. Por eso vivo aquí, mi hermosa isla es un paraíso utópico, encapsulada en el Océano Atlántico desborda vida: flores silvestres, plantaciones fructíferas, ganado sano, clima caluroso, llevadero y estable, pueblo sencillo y trabajador, familias unidas, gobierno monárquico y servicial. El linaje regente son los Verainos, ellos hicieron un pacto con el sol de devoción absoluta, algunos dicen que por sus venas corren rayos de luz. Al comenzar a gobernar frenaron la autonomía del clima y el eterno verano, que desde entonces reina, prevalecerá mientras la familia esté en el poder. No más rebeldes y devastadores inviernos. No más diluvios, solo la lluvia necesaria. No más sequías, no, el sol es nuestro aliado. A partir de ese momento, se convirtió en nuestro símbolo, creemos en el poder y la fuerza de todo lo tocado por la magnífica estrella.

El sol ilumina a Rosegh distinto que al resto del mundo.

¿Yo? Mis padres me bautizaron con el nombre de Nayerith Bekos, ideal para la bebé rellenita, con cabello bronce ondulado, ojos cobre y piel morena que era, qué bueno se mantuvo así al crecer, decían, no sabríamos cómo cambiarle el nombre, agregaban para burlarse de mí a veces. Yo siempre me reía, fui otorgada a los mejores padres del mundo. Orfebres de labor y pasión, posaron en mi pecho el medallón, radiante dorado, que sempiternamente llevo puesto. Como artesanos y artistas, únicos arquitectos de los metales y las piedras preciosas, somos conocidos por toda la isla, aunque eso no es muy difícil en los setenta kilómetros cuadrados que anotan las enciclopedias, pienso divertida. Obramos la joyería y artefactos de la realeza, somos de las pocas familias que tienen el privilegio de entrar con constancia al castillo. Normalmente, va Olga, mi mamá, pero en vista de mi víspera de cumpleaños, por primera vez soy yo quien está realizando la entrega, ¡finalmente visitaría el castillo! Sé por las historias y novelas que leo, que es una edificación inigualable, excepcional en todo lo que haya de mundo, estoy segura que no hay rey que tenga palacio ni castillo más hermoso y de tantas habitaciones doradas.

Está ubicado en el centro de la isla, justo debajo del sol al mediodía, cuando su brillo emana su fuerza mayor. Tiene grandes y altos muros de piedra en toda su extensión custodiando los exóticos jardines de la reina, un añadido reciente que muestra la biodiversidad del reino, convergencia de nuestras plantas culinarias, herbolarias, medicinales y ornamentales. Para entrar se debe pasar por un arco de medio punto sobre el cual está labrado en oro un sol resplandeciente con rayos semejando llamas de una viva fogata y entre los cuales hay pequeñas líneas también doradas. La misma muestra del sol que reposa sobre la piel de mi pecho. Se atraviesa un pequeño puente de piedra tallada y, al abrir unas imponentes puertas de madera, se ingresa a la sala de los tronos, donde se sientan la realeza. ¡No puedo contener mi emoción y no dejo de sonreír! Estoy dentro del castillo.

¡Estoy dentro del castillo!

Mis padres me dijeron que no me distrajera, "entrega el pedido y retírate, no debemos importunar", siendo lo único que pienso, contradice lo último que puedo hacer. Estoy estupefacta: por dentro se intensifica la maravilla. La sala es una especie de bóveda de arista, con techo alto y un piso de piedra tallada reluciente que conecta directamente a tres tronos de hierro con aplicaciones de oro. El del centro tiene un espaldar ancho que termina en dos puntas, a su derecha se ubica uno de igual tamaño, con terminaciones más refinadas y que termina en una sola punta, y a su izquierda un trono pequeño. Rey, reina y princesa, pienso. Camino en línea recta y me deslumbra absolutamente todo. Ni siquiera recuerdo qué vine a hacer. Me detengo a mitad de trayecto a contemplar los cuadros que adornan la pared y muestran las hermosas facciones de la familia real: el rey Juan, alto, fornido, de piel muy morena, cabello castaño oscuro liso, ojos pequeños y claros. La reina Amelia piel magnolia, cabello castaño oscuro ondulado, ojos almendrados, mediana estatura, delgada. La heredera, Elena, alta para ser un poco menor que yo, delgada, con piel morena, cabello castaño claro liso, ojos almendrados.

Quería creer que eran pinturas iguales a todas las que se habían expuesto hasta el momento de la familia real, sin embargo, no lo eran, había algo extraño, las miradas no iban hacia el frente, sino a su izquierda, conectándose cada uno con el anterior, apuntando a principios del pasillo. Siguiendo una corazonada regresé mis pasos hasta encontrarme al lado de las puertas que me dieron entrada, allí, estrecho y escondido, había un pequeño pasillo, un corredor de cinco pasos de longitud. Solo había una pintura, enmarcado también en un cuadro había... en el cuadro estaba un bebé, un niño muy diminuto, sin cabello y con los ojos cerrados. Matías Verainos leo la descripción de imagen extrañada, ¿Matías?, me pregunto en un susurro, ¿quién es él?

Nayerith no tenía idea que comenzó su historia cuando terminó la de él.

La isla doradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora