Capítulo 6

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La compostura la mantuve por Elena.

Apenas bajé del cuarto del rey, ordené el cierre del puerto, no podía permitir que Esteban huyera, tenía que hablarle, debía enfrentarlo. Mi mente no da cabida a que él haya asesinado a Juan; fue un acto de rencor, esa es la explicación más adecuada: lo separó de su hijo, de la mujer que le permitió volver a amar, de la bebé que pudo ver crecer. Resentido inmensamente, Amelia, me decía mi voz interna. Tienes que averiguar cómo entró a Rosegh, cómo burló a las guardias, cómo se infiltró en el castillo, me digo a mí misma. Pero no puedo. Es imposible desligarme de la situación que acarrea el fallecimiento del rey "por causa natural" para dedicarme a capturar al presunto y prófugo asesino, ¡que fue mi pareja!

Es inaudita la sitaución. Mi deber es hacerme cargo, ser responsable por la isla.

Y está mi hija menor, la futura reina de Rosegh.

Elena corrió hasta la parte más recóndita del magestuoso jardín al salir de la habitación de su difunto padre, el impacto de la noticia la llevó allá donde la brisa le susurraba palabras de aliento. Desplomada en la alfombra verde que recubría la tierra, lloró con la cara escondida entre su manos de seda castaña hasta que llegó Jinos, quien la buscó varias veces con la mirada mientras cumplía sus asignaciones y quien al apenas terminarlas salió a su encuentro. La rodeó en un fuerte abrazo y detuvo momentáneamente sus sollozos, protegiendo por siempre entre sus musculosos brazos la fragilidad de su cuerpo, de su mente, de todo su aquí y ahora. También le dio varios besos fugaces como las estrellas que se escapan a ver de noche: en la frente, en la punta de la nariz, en ambas mejillas y en los labios.

Me contó el suceso la madrugada siguiente, no me lo dijo abiertamente, solo dejó implícito que su relación ya no estaría oculta, que no quería más secretos.

Si solo supiera cuántos otros guarda su familia.

Eso lo pensé luego, claro, cuando ya había huido del castillo y acababa de enviar la carta para Nayerith, cuando Elena terminó de sincesarse presa del pánico, cuando yo no hallé la forma de desmantelar nuestro pasado, cuando permití lo único que no podía. Para el momento en el cual la oscuridad de la muerte nubló el día de la isla, Elena y yo no teníamos idea de los aconteceres que golpearían nuestras vidas, que el solsticio de los estupores no podría describirse con otras palabras más que cataclismo ingente.

Pero para omnipresente, el cielo.

Ya culminó la hora dorada y con ella el paseo memorial del rey por la isla. Estoy exhausta de todo lo sucedido en el día, agobiada de los sentimentos, las órdenes, los trámites, las dudas y las expectativas; no veo a Elena desde que atravesó corriendo el umbral del dormitorio, antes que la semilla del crimen fuese sembrada en mi pensar. No podía dormir ni lo haría hasta averiguarlo. Y ya sabía por dónde empezar. En la cocina del castillo preparan todo para nuestro consumo, el copioso jardín otorga diversidad de plantas medicinales: aloe vera, cardón, eucalipto, aceitunas silvestres, el sol adapta las condiciones del clima para favorecer a cada cultivo; incluso hay de aquel árbol, el drago, que me dio sombra y cercanía con un hombre cuyo recuerdo ahora está manchado de escepticismo. Sí, hay presencia de todas las nombradas y muchas más, sin embargo en el jardín no hay artemisia amarga. Es traída de afuera. Puede que queden reservas allá abajo, pienso, que haya sido un pedido que pasé por alto o... ¡O Esteban se infiltra en la cocina, Amelia!, grita mi pensamiento. Desde la mañana he estado recorriendo el castillo, he pasado por cada cuarto, es imposible que le haya dado tiempo huir.

Sigue aquí adentro.

Ya sé qué tengo que hacer.

- Un té solamente, por favor. Llévenlo a mi recámara, no aguanto los nervios del día de hoy.

La isla doradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora