Capítulo 1

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Pensaba que después de desmayarme no iba a recordar nada, que el dolor se alejaría de mí como solía ser el paso de estaciones: dejando cambios sin saber cómo. En vez de ser de tal modo, me encontraba postrada en cama, convaleciente, fatigada, vacía, caliente y triste, extremadamente sola y triste. Encerrada en una habitación destilando agonía, acababa de perder a mi bebé y solo quería olvidar que sucedió. Pero no, no pasó, recuerdo absolutamente todo como si estuviera debajo del agua: sin poder respirar, ahogada en dolor, golpeada por su corriente de aflicción, asombrada que hubiese tanto desconocido. Mi mente repasa cada detalle: estaba caminando a una prueba de vestuario, yo no quería, pero Juan, mi esposo, había insistido que necesitaba ropa nueva para ser madre; llegando al salón sentí una contracción cegadora, un dolor tan fuerte y súbito que lo único que quedó por esos segundos fue la pared en la cual me apoyé, una presión en la cadera, en el vientre, en la espalda. Grité. Salieron de la habitación dos criadas sorprendidas que entendieron al instante y corrieron a llamar a la nodriza. Mientras tanto, otras dos, tal vez tres, cinco o seis, me condujeron hasta el cuarto donde tendría a mi hijo. Las mujeres que ya eran madres y la experimentada partera, aseguraban que todo estaba saliendo bien, mas el bebé no lloraba. Ni lloró nunca. 

Entonces fue cuando me desmayé.

No sé si el sol ya se puso, si todavía es mediodía o si ya cambió la fecha. No me importa, ya no, porque la esperanza de un heredero para el pueblo, de la felicidad de mi marido, incluso de un sentido, aunque no lo reconociera, para mi insípida vida de monarca, todo se desvaneció con aquel nacimiento prematuro. Rodeada de joyas y ornamentos vistosos a los cuales estoy acostumbrada, en este momento solo tengo las perlas que caen de mis ojos, la cascada de gotas que baja y deja profundos surcos en mis mejillas. No puedo dejar de llorar. 

Mi bebé, repito entre sollozos, mi hermoso e inocente bebé, quien no tiene la culpa de nada. Matías, digo en voz baja como puedo. Matías, mi hijo. Matías, un niño que crecería con mi cabello ondulado oscuro y los ojos cornalina de su papá, que tendría la sensibilidad derrochante y la métrica planificadora de sus progenitores unidas. Un joven inteligente y respetuoso que implementaría todas las ideas maravillosas que Juan obviaba, sí, así sería, el mejor gobernante que Rosegh podría tener. El hijo ideal. Oh, Matías cambiaría todo.

Y lo hizo. Pero yo no lo sabía en aquel momento.

En los tiempos de espera, con esmero organicé su llegada a la vida, preparé su habitación como el príncipe que sería, una cuna con decoraciones en oro, paredes mármol, piso de madera oscura y el sol pintado en el techo. El sol. Todos los amaneceres, pienso mientras rozo con las yemas de mis dedos mi abdomen ahora liso, desinflado, todos los amaneceres desde que supe de la vida que llevaba en mi vientre, tomaba el sol del amanecer, fortaleciendo su pequeño cuerpo. Las preguntas retumban en mi cabeza: ¿qué hice mal?, ¿fui yo?, me culpan, ¿soy culpable? Si fue mi falla, ¿maté a mi hijo? 

Personas y personas se acercan a mí, obligándome a extrañar mi desgraciada tranquilidad, sus disculpas y falsos lamentos se entrelazan con miradas acusadoras y comentarios ofensivos; los sirvientes habían escuchado algunas peleas del matrimonio, ¿pero acaso era necesario aventurar con la pérdida del anhelado heredero como represalia ante el rey? Qué mente tan siniestra podría pensar que una clase de odio así podía brotar de una futura madre, cómo vociferaban 'verdades' con tal crueldad cuando soy yo quien aboga por ellos.

Solo quiero desaparecer. 

No como ni duermo, y creo que tampoco estoy despierta nunca. No soporto la presencia de nadie, ni siquiera la de Juan, ellos no saben, no entienden, no conocen lo fragmentada que está mi alma, no comprenden el dolor, no sienten lo que yo siento. "Estoy en un eclipse sempiterno" le dije a mi esposo en un momento de cercanía lúcida, "el sol ya no sale para mí" suspiré mientras cerraba mis ojos. Fue allí cuando me ofreció ser tratada bajo una mirada acendrada, que no haya estado expuesta a ningún espejismo de la realidad del castillo, una persona nueva. Quizás pudo ser un acto de amor compasivo, quizás un regalo de amabilidad, quizás un momento de bonhomía, quizás, solo quizás pudo haber sido algo tierno, si no hubiese agregado:

- Te necesito fuerte para concebir al próximo heredero.

Cuando terminó esa oración, me encontraba en la playa donde solía cortejarme, estábamos solos, cerrada para nuestro encuentro; yo intentaba descubrir la línea que dividía al cielo del mar, buscando el borde azul del horizonte infinito donde ambos se conectan, cuando un joven príncipe Juan Verainos tomó mi mano y caminó conmigo hasta la orilla, aun entrelazados los dedos, señaló una ola, y otra, y otra más pequeña, y otra que parecía divertida, y una última que desaparecía en la arena casi encontrando nuestros pies. Explicó que las olas se forman gracias a muchos factores, entre ellos el viento y el fondo del mar, que todos tienen que coincidir para que esas hermosas ondas se formen en la superficie. Raúl, el encargado de los barcos de su padre, le había explicado todo eso y más, como que surgen por cambios seguidos por estabilidades. 

Acarició con su pulgar el arco de mis labios y la suavidad de su beso parecía un sincero gesto de amor, sin embargo no puedes demostrar amor cuando no sabes qué es amar. Cuando abrí los ojos nuestros corazones estaban muy lejos de aquel día en la playa, pero no lo suficiente, quería, necesitaba, ansiaba más y más lejanía. Lejanía de él, de ellos, del recuerdo, de la melancolía, del desgarrador sentimiento, lejos, lejos, lejos de todo. Por eso acepté, siendo el primer cambio de la ola de mi vida, cuando los factores tácitamente se estaban uniendo sin algún consentimiento, mientras que Esteban Reimi y su hijo desembarcaban en el puerto.

Ambos habían navegado más de tres días para poder arribar en Rosegh, durante la travesía el padre le contaba a Lucrecio que solo iban a permanecer en la isla un mes a hacer una investigación importante. Con impertinentes detalles, le describía al hijo la variedad de especímenes que se podían encontrar en el territorio insular, su alta tasa de germinación y propagación, cómo mantenían un índice tan bajo de plagas. Hijo, observaré la flora endémica, anotaré lo necesario, tomaré unas muestras, algunas semillas secas y volveremos; al extraer la información sobre las propiedades de la planta, salvaremos muchas vidas en casa, muchas, muchas vidas se beneficiarán de este corto viaje. Me alegra que entiendas, siempre entiendes. Qué buen hijo eres. "Siempre dice lo mismo" murmuró Lucrecio para sí mismo, el joven había vivido trece años de dedicación absoluta de sus padres a personas que no fueran él. Y, aunque Esteban sí iba a recopilar data en su viaje, el propósito mayor – por no decir verdadero -, era diferente, se ahorraba el suplicio de contarle que su madre siempre había soñado con viajar ahí, que deseaba conocer la isla dorada, que emprendieron esa presurosa aventura solo para aliviar su carga moral. Para descargar sus sentimientos.

Ya ella nunca la conocería: Elena De Reimi había fallecido seis meses antes.

Esteban culminaba sus estudios en medicina para el momento que conoció a su esposa, uno de esos eventos raros cuando el destino juega a lanzar dados. Él y su amigo tocayo Esteban Torres acompañaban al profesor Salomón Villalobos, un cristiano marchito de años y terco, abnegado en su profesión y compasivo por las enfermedades ajenas, a hacer su rutinaria visita médica por la ruralidad. Era una actividad que hacían todos los martes en la tarde por aquellos tiempos para curtirse en su profesión, sin embargo, los dos Esteban en su facultad de estudiantes, solo podían observar, anotar, cargar el gran maletín y ofrecerse obligados a llevar el récipe al boticario para "que ustedes, los jóvenes, sepan lo que le mandamos al cuerpo", como Angustino solía decir y ellos imitar exageradamente. 

Esa vez, nuestro Esteban perdió la apuesta contra su compañero – era solo una gripe seca, no un problema pulmonar -, por lo que caminaba al local del boticario, bañado en sudor de mediodía y agobiado por la pesada ropa de parecer profesional, cuando vio de reojo a una hermosa chica que lo seguía, que creía que lo seguía, en realidad, ya que la joven corpulenta de cabello almendrado simplemente se dirigía a la misma dirección de él, ella sin haber reparado en su presencia. Era la hija mayor del boticario.

Nunca volvió a querer ganar una apuesta.

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