Bastardo... cumpliste tu promesa.

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—Te ves precioso como siempre —cerró la puerta blanca tras de sí y miró hacia adelante—, Chuuya.

Y no mentía.

Para él, Chuuya siempre sería lo más hermoso que habría en su miserable vida.

Sin respuesta.

Llevaba un mes así.

Yendo a casa por lo necesario y trasnochando en esa pequeña habitación blanca y con olor a antiséptico. Escuchando la música monótona de fondo que le provocaba ansiedad:

El pitido del soporte vital al que estaba conectado el pelirrojo.

Había salido por poco del quirófano, con la única alternativa de un coma inducido del que aún no despertaba.

Un mes.

Un mes llevaba así, llegaba, saludaba a las enfermeras y doctores que lo miraban con lástima, entraba, saludaba a su pareja y se quedaba ahí, parado, esperando una respuesta que no llegaba.

Pero él mantenía la esperanza.

De que de un momento a otro se levantase y le golpease por haber quemado la cocina por decimosexta vez en el mes, por no haber sacado la basura o porque simplemente le apetecía.

Siempre había sido una persona de uso y razón, atada a la realidad, invidente de Dios; pero en ese entonces rezaría por el mero milagro de que despertase.

Él se lo prometió, que siempre estarían juntos.

Pero, los órganos internos destrozados y un gran traumatismo craneal no se solucionarían por simples deseos, por simplemente cumplir una promesa.

Solo quedaba esperar.

Dejó la mochila con sus cambios de ropa para unos días en una esquina de la habitación, y se dejó caer sobre la silla enfrente de la camilla que sostenía entre sus sábanas el cuerpo moribundo del pellirrojo. Lo miró, perdido, triste. Disímiles tubos entraban y salían de su cuerpo, transportando nutrientes, recogiendo desechos. Algunos trastes, de los cuales poco le importaba el nombre, elevaban el pie y el brazo derechos fracturados, entablillados y enyesados. Otro grupo de máquinas, junto con mangueras, obligando a sus pulmones a respirar y medían el ritmo cardíaco.

Pi... pi... pi...

Todo estaba bien.

Sostuvo su mano izquierda con delicadeza, con miedo a dañarlo, con terror a perderlo.

Se pasaba las horas así, brindándole apoyo y mirándole. Escuchando el pitar de la máquina. Latiéndole el corazón a la par de los pitidos. Deteniéndosele cada vez que escuchaba que dejaba de sonar. Despertando sobresaltado para encontrase con la mejilla apoyada en la cama y comprobando aliviado que todo había sido solo una pesadilla.

Chuuya lo lograría.

Era un héroe.

Un héroe que no había dudado en correr a salvar a un chico cuando esas vigas se habían soltado. Que no había dudado un segundo en intercambiar su vida por otra.

—Chuuya, sé que me estás escuchando. Te estaré esperando, ¿sí? A fin de cuentas, los héroes siempre llegan en el último minuto.

Y se mordía los labios al punto de sangrar, en intento vano de comenzar a llorar. Nadie lo veía, pero pasaba horas llorando en silencio, o ahogándose en la idea de que él había sido el culpable de aquello.

Si tan solo no hubiese hecho esa estúpida pregunta.

«—Chuuuuya~, ¿qué harías si esas vigas se soltasen justo ahora?»

Él y su maldita bocota.

Chuuya y su maldito sentido del deber y de cumplir sus promesas.

Por cosas como esa prefería mantenerse alejado de ellas; te obligan a estar encadenado a deber que si es incumplido te castiga con la culpa.

«Promesa... »

Se estremeció en su posición y dirigió seguidamente la vista hasta la mesa frente a la cama. En la esquina, junto a su manual de suicidios, había un pequeño árbol de Navidad de escritorio que él mismo había comprado y decorado.

Navidad.

Cierto, hoy era 24 de diciembre.

Recordó y le hizo seña al deber de que guardase el látigo, no iba a ser castigado.

Se levantó, con cuidado, y rodeó la camilla, quedando del lado derecho de esta, frente a una ventana que daba la vista hacia los muelles de Yokohama y la noria gigante. Conseguir esa habitación para el pelirrojo fue un poco complicado, pero nada que su jefe, Fukuzawa Yukichi, no pudiese solucionar. Corrió las cortinas de tela blanca y miró hacia las perfectas sábanas.

Ahí, inherte como un cadáver que no le dejan partir, estaba Chuuya; siendo obligado a respirar y ayudándolo en la cuerda floja en la que pendían su vida, su futuro y la cordura del castaño.

Dazai pensó que incluso así seguía siendo perfecto.

Se inclinó y pasó una mano por debajo de las rodillas y otra por detrás de la espalda. Lo acomodó y, con el sumo cuidado de no mover ningún cable o manguera de importancia, lo cargó y acercó a la ventana.

Siempre había sido liviano, pero ahora parecía estar cargando una pluma.

Como si en sus brazos solo hubiesen 21 gramos.

—Justo a tiempo, Chuuya. —dijo, mirándolo a él y después a través del vidrio.

Una explosión.

Seguido de un mar de colores desparramados en el cielo nocturno.

Los fuegos artificiales habían comenzado.

—Tenemos el mejor lugar de todos, justo debajo del árbol de sakura que tanto te gusta —una sonrisa melancólica emitió. Otra explosión esta vez, rosa—. Chuuya... —tragó saliva, como si por su garganta pasase el mismísimo mundo, con todos sus pesares y desilusiones—, prometo amarte, respetarte; en la salud, la enfermedad, la riqueza, la pobreza... —paró. Rió con desánimo. Otro fuego artificial, rojo—. Pfff, ni siquiera me sé los votos, son aburridos... —suspiró—. Chibi, prometo dormir juntos hasta que se me duerma el brazo, pelear por todo y hacer lo posible por enfadarte más, quemar la cocina y comprarte todas las tostadoras que necesites... —¿por qué era tan difícil controlarse y no llorar?—, prometo nunca traicionarte, no poner ninguna bomba en tu coche, no romper tus sombreros... ¿a quién engaño? siempre odiaré esas cosas... —el cielo se iluminó de azul—, bla, bla, bla, aburrido... —su voz no sonaba nada bromista, parecía cargar con el mayor dolor encima—, pero, por sobre todas las cosas, prometo limpiar tu Tristeza Manchada y hacerte sentir Digno de ser humano. Prometo estar siempre junto a ti, siempre... —colocó en su dedo, el anillo de oro al mismo tiempo que un fuego artificial de color blanco estallaba en el cielo, solo para ellos—. Sí, acepto.

Y selló todo con un beso.

...o eso intentó.

—Bas... tardo..., cumpliste tu promesa.

Y no era una ilusión.

Chuuya le miraba con los ojos cargados de sufrimiento y dolor, pero expresándole amor. Un amor que estallaba en miles de colores que alumbraban y volvían felices a las personas que los veían.

O, quizás, solo a ellos.

Dazai rió, esa risa que no es de felicidad, sino de agradecimiento; que no es de tristeza o añoranza, sino de sentimientos encontrados.

Solo eran ellos dos contra el mundo.

Suficiente.

No necesitaban nada más.

Se inclinó y lo besó. De manera suave, gentil, como nunca lo había hecho. Como si fuese la primera, y a su vez, la última vez que lo harían.

Y así fue.

La máquina que marcaba los latidos, dio la señal de que estos... ya no estaban.

やくそく。꧁ 𝑃𝑟𝑜𝑚𝑒𝑠𝑎 • 𝑆𝑜𝑢𝑘𝑜𝑘𝑢 ꧂حيث تعيش القصص. اكتشف الآن