Capítulo 2

6.5K 842 2.1K
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


3 de junio de 1870

No tenía valor para abrir los ojos.

El silencio llenaba la habitación, únicamente interrumpido por el roce de la tela y los suspiros que cada pocos minutos profería mi hermana desde el diván en el que se había instalado, un regalo de Edward que nos había obligado a dejar el arcón donde guardábamos nuestros mejores vestidos en el pasillo.

Hacía ya más de un mes desde que mi tío Cranog decidió comprometerme con Edward a la fuerza. Un mes, y la fecha de la boda se acercaba como una cuchilla, balanceándose hasta que me atravesara el corazón. Y dudaba que la afilada hoja se detuviera ahí. Seguiría avanzando hasta que no quedara nada de mí que otros pudieran reconocer. Había oído historias, algunas escalofriantes, sobre las cosas terribles que podían suceder en la intimidad de la alcoba entre dos personas que no se amaban.

Sentí un pinchazo en la cadera y abrí los ojos de golpe. La modista retiró el alfiler de mi vestido y lo volvió a colocar sin cuidado alguno. Apreté los labios y soporté sus tirones y pinchazos durante largo rato.

Casarse con un hombre acomodado y de buen parecer debió ser un motivo de celebración, algo de lo que cualquier joven se sentiría orgullosa. Al menos, eso era lo que mi tía Rhonda solía decir antes de llamarme ingrata por odiar a Edward y todo lo que representaba.

—¡Cambia esa cara, Aisha! —me riñó Lynette, mi hermana—. Lo que daría yo por estar en tu lugar y poder viajar a Londres. ¡Salir de Gales! ¡Ver el mundo! Dicen que la moda de Londres es maravillosa, ¿te imaginas la cantidad de vestidos que te comprará Edward?

No respondí. Ya habíamos tenido esta conversación cientos de veces y me había rendido en mis intentos por explicarme. Lynette jamás entendería que yo no quería ver el mundo, no si ello implicaba casarme con un hombre al que no amaba y a quien ni siquiera conocía del todo. No sabía si Edward era un buen hombre, pero aunque lo fuera, me negaba a vivir siendo su sombra, un complemento que compró en un pueblecito de Gales, como quien adquiere una oveja en la feria de ganado.

La vida tenía que reservarme un destino mejor que ese. Debía hacerlo.

La modista, una señora remilgada que apenas me dirigía la palabra, terminó de ajustar el vestido con un resoplido y me giró bruscamente para comprobar que todo estuviera en su sitio. Aquel infierno de tul y gasa me impedía respirar o moverme con libertad y me hacía sentir como uno de esos adornos ridículos que un muchacho le había regalado a Mared un año atrás y a quien ella rechazó de la mejor forma que supo: lanzando el regalo a los puercos.

Los lazos del mar [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora