Epílogo

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El sonido del mar

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El sonido del mar.

Jamás pensé que volvería a escucharlo.

Desperté de la profunda oscuridad y abrí los ojos, aturdida, y con la sensación de que había pasado demasiado tiempo dormida. Me pregunté si ya había terminado todo, si eso era lo que había al otro lado de la muerte: el rumor de las olas contra el acantilado, el sonido de las gaviotas y una paz extraña e infinita.

Me senté en la arena, contemplando la soledad de la playa al atardecer. Pronto, la oscuridad se adueñaría del cielo y solo las estrellas y la parte más oscura de la luna me mostrarían el camino. Ahora, veía volutas de oscuridad en todas partes: bajo la arena, en las sombras alargadas que proyectaba mi propio cuerpo y a los pies del acantilado, como un gigante invisible.

Parpadeé. Me sentía extrañamente liviana, como si me hubiera liberado de un peso enorme. Si la libertad tenía ese sabor, quería disfrutarlo para siempre.

Esa vez, no tardé demasiado tiempo en darme cuenta de que había alguien a mi lado. Estaba sentado, contemplando el mismo atardecer que yo y la expresión serena de quien no tenía nada que temer. Sunan giró la cabeza en mi dirección y tuve que contenerme para no saltar a sus brazos cuando me dedicó una sonrisa perezosa.

—Creo que lo más bonito de Rosenshire son sus atardeceres, ¿no le parece?

Asentí.

El mar le bañó los pies pero, en esa ocasión, no se apartó, sino que hundió los pies en la arena. Me miró una vez más, como si fuera incapaz de apartar los ojos de mí del mismo modo en que yo no dejaba de mirarle, preguntándome si era un espejismo, algún juego cruel de mi propia mente enloquecida o si, quizá, me había quedado atrapada en el interior de nuestro primer recuerdo, ahora distorsionado por mi memoria.

—Me llamo Aisha Madwing —murmuré, aunque no supe bien porqué lo hice.

Sentía la necesidad de volver a conocerlo, de presentarme de nuevo como si volviéramos a estar en aquella mañana de junio después de que él hubiera saltado al mar para salvar la vida de la niña que le robaba las manzanas.

—Me llamo Sunan Ithel —dijo, tendiéndome la mano. Entrecerró los ojos, divertido—. Aunque tengo la sensación de que ya nos hemos visto antes.

—Es posible —respondí, parpadeando para deshacerme de las lágrimas—. ¿No vive usted en la casa del acantilado?

Él se puso en pie y asintió. Parecía a punto de romper a reír, pero luego dejó vagar la mirada por el eterno atardecer en el que nos habíamos sumido. Las luces anaranjadas le acariciaban el rostro y cerró los ojos un instante, disfrutando de los últimos rayos de sol.

—Sí, ¿por qué?

Me tendió la mano para ayudarme a incorporarme y dudé antes de aceptarla. Al hacerlo, sentí un escalofrío recorrerme todo el cuerpo. Había echado de menos su tacto, sus manos suaves, cálidas y firmes. Creí que jamás podría volver a verle sonreír o sentirle cerca, pero Hiraeth me lo había devuelto.

Los lazos del mar [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora