La subasta.

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Al despertarme sentía el mismo puto mareo de la vez que me desperté desnuda en la casa de Lorena, abrí los ojos lentamente sintiendo una estructura dura contra mi cuerpo, al intentar mover mis manos noté que estaba amarrada a una cruz de madera pegada a la pared, estaba atada con esposas de cuero, dicha cruz era utilizada para el sadomasoquismo, pero, ¿por qué estaba allí subida? ¿en dónde estaba?

Teniendo más consciencia de todo mi cuerpo, noté que llevaba puesto una lencería ceñida al cuerpo, la cual dejaba al descubierto una gran parte de mi cuerpo, también llevaba puesto algo que me cubría los ojos, supuse que sería un antifaz ya que podía ver a través de dos aperturas, no entendía cómo había llegado allí, pero solo opté por intentar soltarme, estaba en una habitación grande, habían muchos sillones de cuero rojo, mesas de vidrio y las paredes estaban pintadas de negro con decoraciones doradas, a pesar de todo estaba bien arreglada.

Por la fuerza con que forcejeaba con aquellas esposas empecé a lastimarme la piel, mis piernas estaban cansadas, doloridas, como si hubiera hecho mucho ejercicio en dos minutos, sentía la necesidad de soltarme para descansar, sumado a que también sentía mucho cansancio físico.

Estaba tratando de recuperar fuerzas mirando al suelo y concentrándome en mi respiración, cuando la puerta de la habitación se abrió haciendo que por mi cuerpo pasara una corriente fuerte de frío, maldije la tela tan delgada del conjunto y que estuvieran delatándome mis pechos, se acercó a mí un tipo elegante, cabello negro, unos cuarenta y cinco años, los labios en una línea perfecta, ni siquiera denotaba interés por verme semidesnuda, estaba inexpresivo; vestía algo como un uniforme elegante de rayas y una camisa blanca.

—Buenas noches, señorita — me saludó.

Sin protestar dejé que pusiera una venda en la boca, mientras menos me retuviera a las cosas, mejor me iría; lo había aprendido con los años, lo que debía hacer era armar un plan silencioso sin gritar ni tratar de escabullirme, nada como en las películas donde apenas entra su secuestrador y empezar a gritarle que es un maldito: sí, puede ser un maldito, pero está jugando con tu mente, ¿por qué no jugar con la suya también?

Tras ponerme la venda me puso una bolsa de tela en la cabeza, por los agujeros me entraba suficiente aire y podía ver un poco lo que estaba frente a mí, pero no lo suficientemente nítido para definir qué era, me soltó las manos de la cruz y me las amarró por la espalda, al sentir mis pies descalzos descender, noté que mis músculos estaban muy cansados, no entendía el porqué, solo sabía que las piernas no me aguantaban más.

Sin ver mucho, sentí que bajamos en un ascensor hasta un sitio donde se armó una gran algarabía al vernos entrar, no podía ver mucho, pero si podía escuchar voces masculinas gritar números altos de dólares, me dejaron sentada en una silla de metal frío que me escoció la piel dolorosamente, tras eso sentí unas manos frías recorrerme los hombros, me removí incómoda.

—Hagan sus apuestas, señores — exclamó un hombre a mis espaldas.

—¡Setecientos mil dólares! — gritó un tipo de voz grave.

—¡Setecientos cincuenta mil! — le contestó otro con voz más dulce.

—¡Ochocientos mil! — dijo un tercero con voz áspera.

Así continuaron lloviendo números al igual que mis preguntas, ¿qué eran esos números? ¿Y quién me estaba tocando el cuerpo? Todo eso me llenaba la cabeza, me sentía observaba, violada, abusada por todos esos hombres, estuve a punto de tirarme a mí misma de la silla cuando sentí que por poco me tocaban por la ropa, bueno, la poca ropa que tenía puesta. Una voz en el fondo me sorprendió.

—Treinta y cinco millones de dólares — anunció tal voz ganándose con tal propuesta un gran silencio, es voz en mi inconsciente sonaba conocida, pero estaba un poco aturdida bajo esa bolsa y mi atención estaba en no dejar que me tocaran.

Crímenes de verano.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora