XVIII: Sorpresa

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—Tal vez tengas razón, Cheol, pero toda mi vida lo único que he amado es a tí —dijo el menor con libertad —Y escaparía contigo, lejos de aquí.

El pelinegro no supo qué decir. Sus ojos ardían con un brillo trémulo.

Jeonghan se moría por tocar aquella piel pálida. Antes de que Seungcheol pudiera hacer algo, Jeonghan puso la palma de su mano contra el pecho contrario y dijo con voz entrecortada:

—Tu corazón late muy rápido...

—Han, sabes que yo no puedo darte nada parecido a lo que te ofrecía Sowon —confesó Seungcheol, aún logrando controlarse ante el tacto del castaño —Incluso Mingyu podría brindarte más que yo.

—No me importan ellos.

Inmersos en un silencio acompañado de miradas fijas. Jeonghan se inclinó hacia delante y en un segundo, se encontraba besando los labios de Seugcheol.

El pelinegro mandó al carajo a Han Soo y a todo lo que le había advertido, cuando el castaño tomó su mejilla y enredó la otra mano en su cabellera negra.

Finalmente Seungcheol había cedido. Cayó ante Jeonghan.

Las manos de Seungcheol, endurecidas por el trabajo, tomaron al otro por su delgada cintura y lo arrastró hacia atrás, poniéndolo contra la pared del cobertizo.

—Durante mucho tiempo, he tenido verdaderas ansias de ti —Seungcheol susurró en el oído de Jeonghan, para luego depositar un beso ardiente en su cuello.

Jeonghan cerró los ojos con fuerza cuando sintió los labios fríos de Seungcheol tocar su piel caliente.

Cuando abrió los ojos de nuevo, escuchó un ruido proveniente del callejón y comenzó a sentirse observado.

—Cheol, ¿has oído eso?

El pelinegro ni siquiera se preocupó en responder, estaba muy entretenido acariciando la piel suave de su amor.

Deslizó sus manos para cargarle y llevarle en brazos hacia el segundo piso del cobertizo, allí guardaban costales con semillas.

Jeonghan se olvidó de todo lo demás cuando Seungcheol lo tumbó con cuidado sobre el suelo de paja y se posicionó arriba, entre sus delgadas piernas.

—¿Mejor? —consiguió decir el pelinegro.

Jeonghan no podía responder. Sentía la presión de cada milímetro del cuerpo del otro contra el suyo, sentía cómo Seungcheol buscaba el nudo de su Hanbok rojo oscuro y tiraba de este.

Desató la prenda de Jeonghan y la retiró sin mucho trabajo. Aún quedaban la camisa blanca de mangas largas y el pantalón negro.

El pelinegro soltó los bonotes de la camisa y fue Jeonghan quien se la quitó, dejando a la vista su piel suave y su moldeado cuerpo, creado casi por los mismísimos dioses.

Jeonghan parecía un ángel, y Seungcheol un demonio del inframundo.

El pelinegro soltó los botones del pantalón de Jeonghan e introdujo su mano allí, haciendo que el castaño soltara un grito ahogado.

De repente se escuchó un ruido metálico en el primer piso.

Se separaron y Seungcheol le devolvió su ropa Jeonghan.

—¡¿Seungcheol, estás aquí?! —llamó alguien —¡Échanos una mano!

El nombrado miró hacia abajo: dos leñadores que conocía cargaban una carretilla con dos barriles y herramientas. Volvió la mirada a Jeonghan y le vio terminando de vestirse.

—La única vida que deseo es contigo —Jeonghan se puso de pie y se acercó a Seungcheol. Lo atrajo hacia sí, depositando un último beso sobre sus labios.

Seungcheol se tambaleó y sonrió, acariciando la mejilla colorada del castaño. Le dio una última mirada y se marchó.

Jeonghan terminó de vestirse. Aún sentía el rastro cálido de la huella de la piel de Seungcheol sobre la suya, cuando de nuevo tuvo la sensación de ser observado.

Salió del cobertizo y elevó la vista de forma instintiva: un cuervo de ojos lustrosos que estaba posado en lo alto de la iglesia, desplegó sus alas y emprendió vuelo. El castaño movió la cabeza de un lado a otro y se encaminó de regreso a la plaza.

—¿Y tu dónde has estado? —Jihoon apareció frente a Jeonghan, en aquel callejón solitario tras el mercado —Tu madre te ha estado buscando, me pidió que le ayudase a encontrarte. Tu padre ya hizo el ridículo borracho.

Unos ojos tras Jihoon.

Jeonghan frenó en seco y dio un jalón al pelinegro.

—¿Pero qué te pasa?

Por un breve lapso no hablaron.

Jihoon aguardaba una respuesta, pero Jeonghan estaba en otra parte, muy lejos en el tiempo: tenía siete años, un pequeño en el bosque oscuro, paralizado de terror y atravesado por unos ojos salvajes.

Ahora, sus ojos habían penetrado en él nuevamente. Le reconocieron.

Era el Lobo.

—No mires atrás, Jihoon —advirtió Jeonghan con voz temblorosa.

Siempre había sabido que aquel día llegaría. Lo había tenido presente mientras recorría la vulgaridad de su vida cotidiana, pero no se había preparado para cuando llegase el momento de volver a encontrarse con la bestia.

Con un gruñido y un gran salto, el Lobo pasó de largo a los dos chicos y corrió hacia la plaza del pueblo, donde todos seguían reunidos y festejando.

El alguacil miró con ojos entrecerrados a la monstruosa silueta oscura frente a sí. Su mente alcolizada debatía por vislumbrar, pero en segundos lo supo: esa horrible silueta era el Lobo.

El alguacil se puso de pie inestable y la monstruosa figura se lanzó sobre él, veloz como una flecha.

El alguacil permaneció de pie, inmóvil, hasta que una linea roja se fue abriendo en su garganta y cayó al suelo. Minutos atrás sonreía por su victoria, ahora, estaba muerto luego de que el Lobo pasara una de sus garras por su cuello.

—¡Nos atacan! —gritó alguien del gentío.

Cuando el Lobo rodeó la plaza, el pánico rasgó la aldea igual que unas tijeras se deslizan por la seda fina.

Todo era un caos. Los aldeanos corrían de aquí a allá, y en el afán por escapar tumbaban todo a su paso.

Los soldados del padre Jaeheon no tardaron en llegar. Avanzaron a paso firme y procedentes de todas las esquinas de la plaza.

Jeonghan miró alrededor en busca de la criatura.

El Lobo tenía las garras plantadas sobre la espalda del carnicero del pueblo, sin embargo, sus orejas se alertaron cuando oyó un grito de guerra y observó a sus alrededores.

Vio cómo dos hachas descendían sobre él. Pareció quedarse paralizado tras la tormenta de metal, pero hizo un movimiento demasiado rápido para el ojo humano y escapó.

En un segundo, el Lobo se hallaba a veinte metros de distancia, persiguiendo a otro de los hombres de Jaeheon.

Jeonghan seguía de pie, congelado. Un semental poderoso pasó relinchando tras él. El padre Jaeheon quien lo cabalgaba gritó:

—¡Métanse en la iglesia! —resonó su grito por encima del pánico —¡El Lobo no puede pisar suelo sagrado!


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gracias a las personas que están leyendo y votando

me motivan a seguir con la adaptación

狼 red cape boy › jeongcheolWhere stories live. Discover now