Capítulo 1: Este venerable muere

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Antes de convertirse en emperador, la gente siempre llamaba perro a Mo Ran. Los aldeanos lo llamaban maldito chucho, su primo lo llamaba estúpido perro callejero y la mujer que lo acogió los eclipsó a todos llamándolo hijo de perra.

No obstante, había otras metáforas relacionadas con perros bastante acertadas. Por ejemplo, sus amantes de una noche siempre refunfuñaban con fingida petulancia que su vigor en la cama era como el de un perro alfa. Aunque sus palabras eran tan dulces que seducían el alma, el arma entre sus piernas era lo bastante letal como para hacerles sentir que estaban a punto de perder la vida. Pero después del coito, se iban fanfarroneando de lo mismo, a tal punto que todo el distrito rojo sabía que el tal Mo Weiyu era tanto una cara bonita como un buen revolcón. Quienes lo probaron se sintieron muy satisfechos, y los que aún no se sentían tentados.

Es necesario decir que todos esos apelativos eran increíblemente acertados. Mo Ran se parecía mucho a un perro tonto meneando la cola.

Solo cuando se convirtió en emperador del mundo del cultivo, aquellos epítetos desaparecieron al instante.

Un día, una pequeña secta de una tierra lejana le obsequió un cachorro a Mo Ran.

El cachorro tenía un pelaje blanco grisáceo y una marca en forma de llama en la frente, parecida a la de un lobo. Pero era del tamaño de un melón y parecía tener la sensibilidad de uno, tan rechoncho y redondo como era. No obstante, parecía creerse una criatura muy poderosa y corría por todo el salón con desenfreno. En varias ocasiones, trató de vislumbrar la presencia tranquila e imperturbable del trono, esforzándose por subir los altos escalones, pero sus patas eran demasiado cortas y, tras múltiples fracasos, finalmente desistió de su empeño.

Mo Ran contempló a aquella bola de pelo, enérgica pero aparentemente descerebrada, durante un buen rato antes de soltar una carcajada, llamándolo maldito chucho.

El cachorro pronto creció hasta convertirse en un gran perro, el gran perro se volvió viejo y, finalmente, el viejo perro se convirtió en un cadáver.

Mo Ran cerró los ojos y luego los abrió. Su vida, llena de altibajos de prestigio y vergüenza, de éxitos y fracasos, parecía haber pasado en un parpadeo. Sin darse cuenta, treinta y dos años habían pasado ya.

Estaba aburrido de sus devaneos, y todo había perdido su sabor y su atractivo. En los últimos años, los rostros conocidos a su alrededor se habían desvanecido, uno a uno, e incluso aquel perro con marca de llamas había pasado a mejor vida. Sintió que pronto le llegaría la hora a él también.

La hora de acabar con todo.

Agarró una uva carnosa de piel lisa de su frutero y empezó a pelarla lentamente. Sus acciones eran suaves y hábiles, como las de un jefe tribal en su campamento, despojando de sus ropas a su concubina exótica, lánguida y perezosa. La pulpa jugosa de la uva temblaba ligeramente entre sus dedos, y el zumo desprendía un exquisito color púrpura, vibrante como las nubes del atardecer surcando el cielo en los picos de las aves silvestres, como las flores de manzano entrando en letargo al final de la primavera.

O como una mancha de sangre.

Escudriñó sus dedos mientras masticaba y tragaba la espesa dulzura de la uva antes de levantar la mirada con indolencia indiferente.

«Ya es hora», pensó para sí mismo.

Ya era hora de irse al infierno.

Mo Ran, nombre de cortesía Weiyu. El primer emperador del mundo del cultivo. No había sido fácil llegar hasta donde estaba ahora. No solo se necesitaba un poder espiritual excepcional, sino también un gran descaro y desprecio por lo que pensaran los demás.

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