Capítulo 24. Célestine François.

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Odette estuvo sin moverse de su cama cinco días seguidos después de empezar a salir con Adrien. Ya la había visto pálida y débil, pero me había dicho que tenía una gripe. No era gripe, y cuando me di cuenta, ya estaba delgada y sudorosa en una cama, con dolores terribles que no quería describirme.

Como Colette me había prometido, el amigo de Yves accedió a ver a mi tía sin cobrarnos nada. Me dijo que tenía insuficiencia renal terminal, demasiado avanzada para empezar un tratamiento corriente.

—En Holanda han hecho más avances, hay más de un paciente que ha vivido más años gracias a las diálisis y a los trasplantes de riñón...

—Pero no en Francia, supongo.

—Lo siento mucho.

El hombre, cuyo nombre ya no recuerdo, se fue de casa y me dejó destrozada. Marguerite estaba en su habitación, llamé a su puerta para decírselo, todavía pensando cómo.

—Maggie... —No me dice nada por volver a usar ese apodo, pero los sonidos se me agarrotan en la garganta y no soy capaz de pronunciar su nombre entero—. Vete a hacerle compañía a Odette, por favor.

Se trenza su melena rubia con los dedos temblorosos, sabiendo que eso significa que no podemos hacer más que cuidarla todo el tiempo que le quede. No le quise preguntar al médico cuánto tiempo podría ser ese, no quiero crear una cuenta atrás en mi cabeza.

—¿Qué vamos a hacer? —Consigue preguntar, en un hilo de voz.

—No te preocupes por eso.

—Pero...

—No te preocupes por eso, por favor.

Corre a la habitación de Odette y la oigo llorar junto a ella. Siempre hace lo posible por fingir que le da todo igual, pero ya no tenemos esa opción, ni ella ni yo. Marguerite lleva más años viviendo con nuestra tía que yo, no me quiero imaginar lo que esto significa para ella. Si yo misma siento que mi alma se está desintegrando del dolor, para mi hermana tiene que ser como ser quemada viva.

La muerte de mi padre me dolió porque yo tenía cinco años, pero Marguerite solo tenía un año cuando ocurrió. Ella ni siquiera tiene un recuerdo real de él. La marcha de nuestra madre no dolió porque nunca fue una madre. La marcha de mi madre me hizo feliz porque nunca sentí que me quisiera de verdad.

Dejo que mi hermana tenga algo de intimidad con mi tía y cojo mi agenda. Se me cae al suelo por cómo me tiemblan las manos. Paso las páginas hasta encontrar el número que busco. Me cuesta marcar los dígitos; dos lágrimas, una de cada ojo, se deslizan por mi rostro lentamente, el pecho se me hunde frenéticamente.

Desfallezco con el teléfono en la mano, rompiéndome del todo: me quedo de rodillas en el suelo y con los brazos extendidos sobre el taquillón, frente al teléfono. Oculto la cabeza apoyándola en mis antebrazos y lloro durante minutos enteros, con el teléfono descolgado. Solo pienso en cuánto quiero a mi tía y en lo mucho que la necesito.

No sé cuánto tiempo pasa, pero me recompongo y consigo marcar el número.

—¿Diga?

—Adrien... —murmuro—. Odette... Odette...

Tarda unos segundos en decir algo.

—¿Quieres que vaya a verte?

Asiento con la cabeza y verbalmente al mismo tiempo. Me cuesta hablar por el llanto, que me hace temblar el labio. Habla con mucha tranquilidad, me dice que en media hora estará aquí, cuelga y deja en el aire una esencia de sosiego que necesito.

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Luces de esperanza (LJI, #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora