CAPÍTULO 30

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No era para menos, un día malo debía de tener un sin fin de tragedias o de lo contrario no sería considerado como "malo" en específico. Natasha tenía las manos enterradas en la cabeza mientras tomaba un descanso junto a Richard, al parecer las malas noticias no dejaban de llegar.

Era momento de vender la casa de su padre cuanto antes, su abuela le había dicho que si no había manera de quedarse, entonces esa era la mejor solución. Y bueno, no podría mantener algo tan grande para una sola persona. Todos en su familia estaban realizados a excepción de ella, y era triste, quizá solo para sentirse mejor debería de aumentar el precio de venta. Su padre en algún momento fue un gran pintor y la persona que se llevara ese recuerdo sería la más afortunada de todas. Entonces, quizá con el dinero y algunos de sus cuadros podría empezar de nuevo en otro lugar. A Steve nunca le había gustado su apartamento, y bueno... fue una mentira cuando le dijo que opinaba lo contrario.

— ¿Entonces qué es lo que hará ahora?

—Subastarla, supongo, en alguna página de internet.

—Señorita Natasha, si me permite aportar algo, tal vez usted debería reconsiderar la opción de quedarse con ella.

La pelirroja apoyó los codos sobre las rodillas y lo miró con agradecimiento, no obstante le brindó una sonrisa melancólica.

—Eso no sería posible, Richard. Yo ya estoy lo bastante sola como para hundirme más recordando cada cosa que pasé ahí. Es tan grande y siendo solo yo, me sentiría tan pequeña...—ya no hablaba en sí de los recuerdos de su padre; en la repisa junto a la ventana reposaba la bombilla de nieve con la estatua de la libertad. El único y último regalo que Steve le había hecho.

Alguien pasó junto ellos al abrir la puerta; cuando giraron a ver, el cartero llevaba un sobre en las manos y buscaba algo con la mirada perdida.

—¿Puedo ayudarlo?— Richard preguntó.

—Buen día, estoy buscando al señor Rogers. Ehm... Steven Rogers. ¿Se encuentra aquí?

—Temo que ha salido a almorzar, pero puede dejar el recado sobre el mostrador.

—Es usted muy amable. — el hombre se despidió y Natasha observó curiosa en la dirección de aquel trozo de papel.

—¿Qué crees que sea?—preguntó ella.

—Siéndole honesto, no debería importarnos, a menos que usted...

—No—cortó con frialdad—. Tienes razón, no debería de importarnos.

Richard la observó con preocupación. La vibra radiante de la señorita Romanoff parecía ir apagándose de a poco; ella, que era tan amable con él desde que pisó ese lugar, no podía permitirse verla tan ofuscada. Necesitaba hacer algo, idear una nueva estrategia que cambiara su manera de pensar.

Steve, esa tarde, había dejado a Margaret en el restaurante; no quería volver de todo ese circo una rutina, estaba intentando por todos los medios concentrarse en su trabajo; cosa que parecía imposible de lograr. Esa mañana había tomado una decisión, hizo una parada rápida en su casa y tomó la caja del anillo que por tanto tiempo conservó. Se encontraba afuera de Harry Winston, girando el objeto entre sus manos hasta que por fin decidió entrar. Mala idea, no se había percatado ni por asomo que María también recorría la misma calle antes de volver al trabajo con el almuerzo de Natasha.

Tenían perspectivas distintas, no cabía duda, pero no evitaba que se corriera el rumor.

Steve, perdido en su mundo, se adentró a la joyería sin tomarse la molestia de observar el panorama, fue directo a hablar con uno de los asesores.

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