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Rachel Elizabeth Dare es una mortal interesante. Empezando por el echo de que es capaz de ver a a través de la niebla aún mejor que la mayoría de semidioses.

Me alegré cuando el helicóptero de Empresas Dare descendió justo detrás de las colinas del este, fuera de los límites del campamento. Me preguntaba qué le había contado Rachel a su padre —un magnate inmobiliario sumamente irresponsable con el medio ambiente— para convencerlo de que necesitaba tomar prestado un helicóptero.

No conocía demasiado a Rachel, pero se lo suficiente de ella, tres puntos importantes: uno, es una persona sumamente sabia y vivaz. Dos, es el actual Oráculo de Delfos. Y tres, golpeó a Crono en el ojo con un cepillo.

Rachel se reunió con nosotros en la colina cerca de la entrada de su cueva. Más tarde me daría cuenta de que los Sátiros que Quirón había enviado como mensajeros no estaban con ella y me preguntaría qué había sido de ellos.

Rachel estaba... diferente, la última vez que la había visto, tras la batalla de Manhattan estaba menos delgada y llena de energía. Ahora se veía cansada y demacrada, como si no hubiera comido lo suficiente, se veía más mayor y curtida por trabajo duro. Su cabello pelirrojo era de un tono más lúgubre. Y sus ojos ya no brillaban. A diferencia de sus usuales ropas pintarrajeadas y llenas de pintura, ahora llevaba una suerte de vestido, una prenda de algodón blanco con un chal blanco y una chamarra verde cobre.

—¿Rachel?— Preguntó Percy, tan confundido como yo.

Ella le sonrió débilmente.

—Hey Percy, ¿como va todo?

Percy hizo una mueca.

—podría ir mejor, ¿pero que te sucedió a ti?, parece que no has dormido en días.

—Les explicó luego— dijo ella.

Luego me miro a mi, observo mi nueva forma mortal. Dejó caer los hombros.

—Así que es cierto.

Por debajo de nosotros sonaron las voces de otros campistas. De seguro el sonido del helicóptero los había despertado y estaban saliendo de sus cabañas y reuniéndose al pie de la colina. Sin embargo, ninguno Intentó subir hacia nosotros. Tal vez intuían que algo no iba bien.

El helicóptero se elevó de detrás de la Colina Mestiza. Giró hacia el estrecho de Long Island y pasó tan cerca de la Atenea Paternos que pensé que sus patines de aterrizaje cortarían el casco con alas de la diosa.

—Voy a dispersar a la multitud y decirle a Quirón que suba. Haré que los demás esperen— dijo Percy antes de volver colina abajo.

—¿Como a estado el?— preguntó Rachel.

—No lo se—respondí—no me ha contado que fue lo que le sucedió.

Rachel me miro por un momento.

—Te preocupas por el—dijo, no fue una pregunta—se que Percy tiene ese don de caerle bien a las personas, pero aún así, no me lo esperaba.

—Es una larga historia.

—Si—dijo ella—. Yo también tengo una de ésas.

—¿Hablamos en tu cueva?

Rachel se encogió de hombros.

—Por que no. Será más seguro.

La cueva no era muy acogedora que digamos.

Había sofás volcados. Una mesita en el centro tenía una pata rota. El suelo estaba lleno de caballetes y lienzos. Incluso el taburete de tres patas, el trono de las profecías, estaba tirado de lado sobre un montón de telas salpicadas de pintura.

Las pruebas de la luna: el oráculo ocultoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora