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Yuji observó como Gojo Satoru y compañía levantaban los aparatosos contenedores de cobre, que habían sido equipados con asas de cuero, y los cargaban a través de la puerta principal. Panda permanecía unos pasos atrás, gritando instrucciones.

Las ventanas se iluminaron cuando el fuego comenzó a consumir el interior de la casa. Yuji pensó tristemente que pronto no quedaría nada más que un esqueleto ennegrecido.

Regresando junto a sus primas, se encontró al lado de Nobara, que tenía la cabeza de Ryōmen apoyada en su regazo.

     —¿Cómo está?

     —Enfermo por el humo. —Nobara pasó una mano suavemente por la cabeza despeinada de su primo—. Pero creo que se pondrá bien.

Echando un vistazo a Ryōmen, Yuji refunfuño:

     —La próxima vez que trates de matarte, apreciaría que no te llevaras al resto de nosotros contigo.

Él no dio ninguna indicación de haberlo oído, pero Nobara, Tsumiki y Kasumi le lanzaron una mirada de sorpresa.

     —Ahora no, primo— dijo Tsumiki con un reproche gentil.

Yuji sofocó las ardientes palabras que se elevaban hasta sus labios y miró pétreo hacia el frío castillo.

Estaba llegando más gente, colocándose en línea para pasar los cubos de agua del río y viceversa. No había ningún signo de actividad dentro de la casa. Se preguntaba qué hacían Satoru y Mahito.

Nobara pareció leerle la mente.

     —Parece que Panda finalmente tendrá oportunidad de probar su invento —dijo.

     —¿Qué invento? —preguntó Yuji—. ¿Y cómo lo sabes?

     —Me senté a su lado en la cena, en el Palacio Honmaru— contestó Nobara—. Me dijo que, durante sus experimentos en el diseño de cohetes, se le ocurrió la idea de un dispositivo que extinguiría el fuego rociando una solución de ceniza de perla. Cuando la lata de cobre se coloca verticalmente, mezclando el ácido con la solución, se crea suficiente presión como para expeler el líquido de la lata.

     —¿Funcionará? —preguntó Yuji dudoso.

     —Espero que sí.

Ambos se estremecieron con el sonido de ventanas rompiéndose. Cada vez más preocupado a cada instante que pasaba, Yuji miró atentamente, tratando de ver cualquier signo de Satoru o Mahito. Se sentía bastante escéptico en cuanto a las posibilidades de entrar corriendo en una casa en llamas con un dispositivo que no había sido probado y que podría explotarle a uno en la cara. Enfrentados a los productos químicos, el humo y el calor, los hombres podrían desorientarse o ahogarse. La idea de que cualquier de ellos resultara herido era insoportable. Sus músculos estaban tensos por la ansiedad y le dolía todo el cuerpo.

Justo cuando comenzaba a considerar la idea de aventurarse hacia la puerta, Satoru y Mahito salieron del castillo con las latas vacías e inmediatamente seguidos de Panda.

Yuji se apresuró hacia adelante con un grito de alegría, completamente dispuesto a detenerse una vez los hubiera alcanzado. Cuál no sería su sorpresa cuando sus piernas insistieron en llevarlo hacia adelante.

Satoru dejó caer la lata y lo abrazó vigorosamente.

     —Tranquilo, colibrí.

El aire frio de la noche traspasaba la delgada tela de su yukata, haciendo que se estremeciera con fuerza. Satoru lo estrechó más fuerte, inundándolo con una punzante fragancia a humo y sudor. Oía el latido de su corazón estable bajo el oído y su mano le trazaba cálidos círculos en la espalda.

Mío al AnochecerOù les histoires vivent. Découvrez maintenant