cuatro

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Abby vestía un bonito vestido color rosa pastel. Su pelo rizado, heredado de Harry, estaba suelto. Sus pies llevaban unas sandalias livianas.

Hoy era su cumpleaños.

Harry entró a la habitación con un pequeño pastel hecho por él.

Admiró a su hija, se veía hermosa.

Se sentó en el borde de la cama, su hija en su regazo, y le cantó el feliz cumpleaños. Abby amaba la suave voz de su papá. Sopló las velitas.

Cumplía ocho años.

El alfa dejó un beso en la cabeza de Abby y cortó un pedacito de pastel; el preferido de Louis, que era el de Abby también.

Después de eso, el alfa tomó su guitarra y se abrigó, haciendo lo mismo con su hija.

Salieron de la casa y, después de caminar algunas calles, llegaron hasta el cementerio. Antes de entrar, Harry compró un ramo de narcisos.

Caminaron hasta llegar a la lápida de Louis. Harry dejó los narcisos y limpió un poco la lápida de su omega.

Cada vez que iba al cementerio hacía lo mismo, era una rutina muy dolorosa.

Sacó su guitarra y, junto con Abby, cantaron una canción. Una melodía muy triste sonaba por el cementerio.

Harry limpió sus lágrimas y las de su hija. Tiempo después, ambos salieron de dicho lugar.

El resto del día pasó en una pequeña fiesta. Abby invitó a su única amiga a pasar la tarde en su casa.

Obviamente, Harry no permitió que ella entrara a su habitación. No quería otros olores invadir el lugar.

Quería seguir oliendo el poco aroma que quedaba del omega.

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