☆ Capítulo IV ☆

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DULCE Y ENCANTADORA

Por la tarde —luego de darles el recorrido prometido a los Pevensie—, Roselyn recibió un paquete por parte de su padrino. La caja pesaba bastante, por lo que dedujo que había mucho papeleo ahí. Y tuvo razón.

Frédéric la ayudaba con todo lo que podía, a pesar de que no era su trabajo. Mientras él se encargaba de los asuntos legales en los que Roselyn no se podía entrometer, ella se ocupaba de los económicos. Y de alguna manera hacían buen equipo.

Luego de la merienda pasó la tarde en la pequeña sala, leyendo y respondiendo cartas. Por orden y pedido de su familia materna, algunas de ellas habían hecho un largo recorrido desde Sintra, Lisboa —el refugio de los Rousseau luego de exiliarse de su país natal por las invasiones alemanas—. Otras fueron remitidas por la empresa y una más que pertenecía a su mejor amiga del internado, Claire Evenson (que en esos momentos se encontraba en el norte de Escocia).

Durante la cena, los hermanos Pevensie pudieron conocer al Profesor Kirke. Les agradó al instante. Era bastante simpático y su humor y sus chistes hacían las conversaciones más llevaderas. Por su parte, Edmund simuló varias veces que se sonaba la nariz para evitar reírse de la apariencia algo desaliñada del viejo profesor.

Al terminar de cenar, Ivy, Margaret y Betty juntaron la mesa y fueron a la cocina, Digory regresó a su oficina y Roselyn fue al baño de su habitación para darse una ducha.

Sin mucho más que hacer, Peter se dirigió a los aposentos de sus hermanas y se sentó en el sillón al lado de la ventana. Mirando de reojo hacia el jardín, escuchó atentamente la radio y pasó saliva con esfuerzo. Se informaba de los bombardeos en la Ciudad de Londres y alrededores, los sectores más afectados, heridos, muertos y las bajas confirmadas en la milicia. Este era uno de esos días en los que solo existían malas noticias, tantas que no eran capaces de transmitir una buena canción para intentar opacar la tragedia.

Fastidiada por la crudeza del comunicado oficial, Susan apagó la radio de golpe. Su hermano estuvo a punto de reclamarle, pero solo tuvo que señalar a la pequeña Lucy para que se tragara sus palabras.

La niña ya estaba acostada en la cama, arropada y en pijama.

—Las sábanas raspan —musitó cabizbaja, acariciando la tela áspera.

—Las guerras no son para siempre, Lucy —Susan se acercó a la cama, dándole una diminuta sonrisa de aliento—. Volveremos a casa más pronto de lo que crees.

—Claro, si es que aún sigue de pie —dijo Edmund con sarcasmo, entrando a la habitación.

—¿Tú no deberías estar en la cama? —puntualizó la joven, ya algo irritada por el comportamiento de su hermano menor.

—Claro, mamá —respondió con un deje de burla.

—¡Ed! —advirtió el mayor, alzando la voz. El pequeño solo resopló de hastío, mientras Peter volvía a dirigirse a su hermana con un tono más suave—. Lucy, este lugar es enorme. Podremos hacer lo que se nos plazca aquí. Será fantástico y nos divertiremos mucho —le dedicó una sonrisa al ver que la había convencido—. En serio, lo prometo.

Casi al instante, resonaron unos golpecitos en la puerta. Entre los cuatro se miraron, debatiendo silenciosamente quien iría a atender la puerta.

Rose | peter pevensie | (EN PROC. DE EDICIÓN)Onde histórias criam vida. Descubra agora