Capítulo 3

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Anil Kumar y Su Señoría. Osborne House, Isla de Wight

El gabinete se hallaba en penumbra, como le gustaba a Su Señoría; para trabajar le bastaba con la luz amarillenta que derramaba una lámpara de parafina situada en una esquina del escritorio, una lámpara curiosamente deslucida que no encajaba con la suntuosidad vetusta de la estancia. En aquella oscuridad, los cuadros que atestaban las paredes no eran sino sombras emborronadas, y el escaso mobiliario, formas vagas que recordaban más a animales durmientes que a objetos inanimados.

Anil Kumar llevaba tantos años entrando en el gabinete de la reina, que no necesitaba luz que disipara las tinieblas para identificar cada elemento. Sabía que, si giraba el rostro hacia la derecha, su mirada recaería en el lugar exacto desde donde un joven y gallardo príncipe Albert, retratado por John Partridge, le contemplaba estoicamente. Que la vitrina junto a la entrada exhibía una colección de retratos de la numerosa descendencia real, y que las alfombras turcas que pisaba estaban decoradas con bellos arabescos de vivos colores.

En todos esos años de visitas a deshoras, las conversaciones mantenidas entre Anil Kumar y Su Señoría habían sido numerosas, algunas, las que más, transcendentales para los intereses de la Corona y, en última instancia, para Su Señoría. Esa noche, Kumar no estaba aún seguro de calificar el tema de la conversación que iban a mantener de relevante, pero sin duda alguna se trataba de una cuestión singular.

Su Señoría quebró el silencio que imperaba en la habitación con un chasquido de la lengua, al tiempo que su regordeta mano, de un pálido fantasmal, pasaba con cuidado la página del cuaderno, arrugada y quebradiza por el efecto del agua, que había estado leyendo.

Anil Kumar, erguido, con las manos en la espalda y la mirada en Su Señoría, cambio el peso del cuerpo de un pie a otro con un leve e imperceptible balanceo, como el soldado bien entrenado que era. No estaba impaciente. Nunca se impacientaba. Sabía, por experiencia, que Su Señoría no retomaría la conversación ni se lanzaría a hacer juicios de valor, hasta tener una idea clara de lo que estaba leyendo, aunque eso fuera ciertamente difícil.

El diario —porque el cuaderno de cubiertas de cuero que sostenía Su Señoría en las manos parecía serlo—, se hallaba muy deteriorado por la acción del agua. Algunas páginas habían desaparecido, en otras las palabras escritas eran manchas indescifrables o las líneas se habían disuelto en una infinidad de surcos azulados. En unas pocas, por alguna milagrosa excepción, se habían conservado fragmentos de una escritura firme y aun así escurridiza, que pretendía narrar una historia irremediablemente cercenada. Incluso así, los expertos —un grupo de estudiosos que pasaban su existencia en los sótanos del Museo Británico restaurando papiros egipcios—habían logrado rescatar una significativa información, suficiente para que saltaran las alarmas. Suficiente para que se considerara necesaria la intervención de Su Señoría.

Un sutil sonido metálico, el leve golpeteo de unas inquietas patitas, llegó hasta los oídos de Anil Kumar. Sus oscuros ojos se dirigieron hacia un extremo del escritorio ante el que se sentaba Su Señoría, justo donde la luz de la lámpara se diluía en penumbra. Captó un destello y un movimiento difuso acompañado de un nuevo repiqueteo, y al discernir de qué se trataba, torció el gesto. Segundos después, un artefacto del tamaño de un huevo de gallina que reproducía a la perfección el cuerpo de un arácnido con sus ocho patas locomotoras e incluso un juego de pedipalpos, se desplazó con la energía nerviosa propia de una araña hasta detenerse a unos centímetros de la mano de Su Señoría. De inmediato, una nueva araña, de oro como la anterior, surgió de detrás del pie de la lámpara. Correteó por el escritorio hasta su borde, se detuvo frente a Anil Kumar y, levantando sus patas delanteras, las sacudió en el aire en un claro gesto amenazante.

Kumar sintió la necesidad de retroceder sacudido por el desprecio y asaltado por las tinieblas de sus más arraigados temores. Sin embargo, sobreponiéndose, torció un poco la cabeza e, inmóvil, miró directamente a los ojillos de obsidiana que coronaban la cabeza del arácnido de metal.

A través del tiempoWhere stories live. Discover now