Capítulo 4

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Lady Beatrice y el aberrant homines, Celdas del Palacio de Blenheim

El guardia caminaba con el candil en alto, alumbrando la marcha por el estrecho pasadizo de paredes rocosas que se iba adentrando en la tierra. Sus zancadas, largas y ruidosas, eran las de alguien que pretendía darse importancia.

Beatrice observaba su espalda gibosa con la boca torcida y la nariz arrugada.

«Basta con entregarle una porra y unas botas nuevas a un botarate y ya tienes un carcelero con ínfulas de Guardia de la Reina».

El tipo apestaba a cerveza barata y sudor rancio, y si eso no era suficiente para asquearla, al abrirle la puerta de acceso a los calabozos le había mirado los pechos, que le asomaban del corpiño como lechosas colinas, mientras se sorbía los mocos.

En ese instante se sintió tentada de enseñarle un poco de respeto con un par de buenas bofetadas, pero ello habría requerido de un esfuerzo extra, y ya había tenido suficiente con salir de la cama a la una de la madrugada y recorrer la distancia entre Londres y Woodstock en menos de tres horas, a lomos del Carruaje autónomo, un trasto que iba perdiendo piezas y rezongando como una vieja locomotora.

«Nota mental. Repasar los planos del maldito carruaje para mejorar la suspensión, el sistema de dirección, la expulsión de humos y la potencia del motor de combustión. O mejor: tirarlo al Támesis».

Soltó un resoplido que hizo que el guardia la mirara suspicaz por encima del hombro. Tantas molestias solo para complacer a los viejos. Aunque en realidad, la culpa era suya, hacía años que debería haber mandado al infierno a la Orden. Ser su constructora solo le daba trabajo y ningún beneficio.

«Venga a Blenheim para el examen urgente de un individuo sospechoso», ordenaba la escueta nota que le habían hecho llegar.

Para los viejos cualquiera era un individuo sospechoso. Temían, o más bien ansiaban, que el Anticristo fuera una especie de humanoide mecánico, un autómata dotado de libre albedrío y capacidad para expandir el mal por el mundo, la excusa perfecta para estigmatizar todo aquello que pudiera significar avance y modernización. Recordaba una vez, un par de meses atrás, que quisieron que examinara a un sujeto al que habían llegado a considerar una especie de sátiro futurista. Al final, lo único inusual en el tipo era la chapuza de pierna ortopédica que él mismo se había construido con unos muelles y cantidades excesivas de alambre.

Por casos así y otros más ridículos, estaba segura de que en esta ocasión tampoco había motivos para hacerla venir. Al menos no de madrugada.

Llegaron a una zona donde las paredes se separaban para dar lugar a una estancia circular, con el techo bajo y raso, que apestaba a humedad y excrementos de rata. El suelo estaba cubierto de paja putrefacta y cuatro rejas, que cerraban sendas celdas, se distribuían por la pared. La oscuridad en su interior era absoluta. El carcelero señaló una con el brazo extendido.

—¿Ahí dentro? —inquirió Beatrice con melifluo tono. Puso los brazos en jarras—. ¿Seguro? ¿Tú puedes ver en la oscuridad como los búhos?

El tipo primero parpadeó repetidas veces, después, como si acabará de caer en la cuenta, masculló algo y, remiso, se aproximó a la celda. El candil derramó su mustia luz dentro del cubículo, un espacio reducido con un jergón sucio y apolillado. Al fondo, en una esquina, se distinguía una forma encogida; igualmente podría haber sido un montón de ropa sucia que un animal moribundo.

Beatrice gruñó y pateó la herrumbrosa reja. La forma indefinida del interior de la celda dio un respingo y se pegó aún más a la pared.

—Saca las llaves y abre el cerrojo de una vez —le instó al carcelero—. ¿Cómo crees que voy a examinarlo si no puedo acercarme a él?

A través del tiempoWhere stories live. Discover now