Capítulo 5

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Andrews, Grave y Penberton

A Edward Penberton, el paseo por Green Park no le estaba resultando grato. Las bondades de aquella mañana de luz templada y cielo raso, que en sus dos acompañantes infundía complacencia, le eran ajenas, al igual que el verdor estival en los prados y en la fronda de falsos plátanos que sombreaban las avenidas, o el aroma untuoso de los narcisos amarillos de los parterres.

No entendía por qué se hallaba en un landó descubierto, avanzando al paso moroso de un par de alazanes por una avenida demasiado concurrida, en vez de sentado en el cómodo sillón de su despacho en Strong House.

Esa había sido su propuesta, un tranquilo desayuno en sus dominios. Pero, como venía siendo habitual, se le había ninguneado.

—Disfrutemos de esta maravillosa mañana —había dicho Andrews con esa sonrisa suya de suficiencia que tanto detestaba—. Démosle a la clase alta de Londres motivos para murmurar.

A Edward Penberton no le gustaban los paseos en carruaje —en realidad odiaba toda actividad que se desarrollase más allá de la puerta de su mansión—, ni dar lugar a chismes, sin embargo, lo que le agriaba el humor aquella mañana era sin duda la compañía.

En otras circunstancias jamás se habría asociado con un individuo como Walter Andrews, tan dado a las frivolidades y el hedonismo, rasgos que detestaba en un hombre de negocios. Tampoco con Oliver Grave, de haber imaginado que, tras sufrir una apoplejía nada más formalizarse la sociedad, quedaría incapacitado en una silla de ruedas y sería su esposa Josephine quien asumiría el control. No obstante, era un hombre práctico, que rara vez permitía que juicios personales interfirieran con un buen negocio.

De soslayo observó a la señora Grave, sentada frente a él. Sostenía un liviano parasol y sonreía con indiferencia a quien, al cruzarse con el landó, los saludaba. Penberton la aborrecía tanto como a Andrews. Odiaba de ella su juventud, su belleza mediterránea y, sobre todo, su impostura. Conocía bien a las mujeres. Sabía que eran simples y excitables, veleidosas igual que una veleta, sin carácter, inútiles salvo para engendrar hijos y enredar la vida de los hombres; tenía un buen ejemplo de ello en su madre y su hermana. Aquella señora Grave lograba ocultar los múltiples defectos femeninos tras una máscara de serenidad, y era esa falsa serenidad, ese estoicismo más propio de varón que de hembra, lo que más le irritaba de ella; eso y que siempre le miraba directamente a los ojos, como si fueran dos iguales.

—Estas no son formas —masculló Edward Penberton, manoseando la empuñadura de su bastón con gesto contrariado—. Los asuntos serios no se tratan dando vueltas por Green Park.

—¿Qué asuntos serios? —inquirió Walter Andrews.

Al paso de dos jóvenes casaderas, bellamente ataviadas y custodiadas por una dama vestida de riguroso luto, Andrews alzó su chistera y les dedicó una atrevida sonrisa que arrancó unas risitas coquetas a las jóvenes y consiguió que el rostro de la dama se agriara aún más. Penberton volvió la vista hacia el lado contrario, le inspiraban especiales escrúpulos los cincuentones que, como Andrews, exponían públicamente sus galanteos.

—Hemos rubricado el último documento. AGP Industria ya es una realidad —añadió Andrews—. El negocio del siglo está en marcha y nosotros sujetamos las riendas. Hoy no es día para tratar «asuntos», sino para disfrutar de nuestro éxito presente y futuro.

—Pues entonces, no sé qué hago aquí perdiendo el tiempo —gruñó Penberton, pellizcándose el extremo de su canoso bigote de manubrio.

La señora Grave volvió el rostro hacía él, y tras contemplarlo unos instantes con los párpados entornados sobre unos ojos color avellana, esbozó una media sonrisa.

A través del tiempoWhere stories live. Discover now