sabbath

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sabbath

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sabbath.

Las brujas iban en remolinos hasta el sabbath. Venían de todas las partes del globo y se reunían en los vergeles más puros a desarrollar su verdadera naturaleza. Abandonaban a sus maridos egoístas y las tareas del hogar, cogían a sus niños y se alzaban en el aire, desprendiéndose de sus ropas, abrazando de nuevo su magia. Su pelo se volvía viento y sus caras ya no tenían por qué ser hermosas. Sus arrugas ya no se ocultaban y su voz ya no era un privilegio. Al aterrizar en la hierba, las brujas cantan, juegan, besan y, en definitiva, quieren. Eso es lo que era ser bruja: querer. Querer profundo y hasta la última consecuencia. Eso es lo que Maud siempre le había dicho que era ser una bruja.

Louis adoraba viajar en el remolino, sintiendo el frío de la corriente en su piel, viendo a sus amigas reír y a monstruos cariñosos viajar con todas ellas. En el vergel, Louis bailaba con demonios, se defendía como podía de los ataques de Harmony y sus amigas, hacía los truquitos que podía con Agatha y participaba en las ceremonias importantes con los demás. Nacimientos, defunciones. Pero nunca imaginó qué debería presenciar tan pronto la defunción de su madre.

Maud lo fue sintiendo. Maud, cuando llegó el momento, lo sintió. Y eso que Maud vivía en lejanas tierras más allá del mar, pero aun así podía sentir a todos los corazones que conformaban su aquelarre, y vio que el de Blossom iba perdiendo fuerza.

Por supuesto, la joven no dejaba que se notase. Fingía aunque no hiciera falta hacerlo. Seguía con su rutina sin quejarse ni una sola vez: despertaba a Louis, atendía a las personas de la aldea que requerían sus servicios —desde pócimas para el insomnio hasta amarres para conseguir al amado—, iba a buscar agua, iba a buscar alimento. Vivía con su hijo apartada de la civilización, y claro que no estaba bien visto que una mujer saliera adelante sin un gañán junto a ella  y con un niño a sus espaldas, y desde luego era ampliamente temida la presencia de una doncella con habilidades sobrenaturales, pero había sido beneficiosa para la aldea durante muchos años, así que el alcalde no decía nada y ella y Louis vivían en su pequeña casita sin miedo a ser detenidos. Para mujeres como ella, eso era mucho. El aquelarre había mermado en tamaño muy rápidamente: los comunes no estaban preparados para convivir con personas con tales dones, mucho menos si esos dones te hacían más poderoso que ellos, y mucho menos si eran, en su infinita mayoría, mujeres. Así que Blossom daba las gracias cada día por la vida que tenía: sencilla, solitaria, pero segura y llena de amor.

Sin embargo, poco a poco Blossom veía que le iban faltando fuerzas. Se calló. Se calló y siguió adelante, con la piel un poco más pálida cada día, tragándose la tos y los mareos y sobreponiéndose a la pérdida del aliento. Hasta que, un día, no pudo levantarse de la cama. Viva, pero sin voz y mucha fiebre. Louis se despertó solo y la vio, más en la muerte que en la vida. Y, justo cuando unía su mano a la de su madre, el remolino les levantó, les desprendió de sus ropas, y cuando sus pies tocaron el vergel, un silencio sepulcral reinaba en el aquelarre. Era un sabbath, pero era una sabbath triste.

Su madre había aterrizado de manera delicada en el suelo. Todavía pálida, todavía sudando. Maud se apartó el pelo de la cara e indicó a Louis que se pusiera al lado de la moribunda. Todas las brujas sabían lo que ocurría, por lo que no hacía falta decir nada. Se acercaron al cuerpo y le hicieron compañía hasta que dio su último latido. Y después de que todas besaran por última vez los tiernos labios de Blossom, Maud se acercó al pequeño, incapaz de separarse del rostro más hermoso que vería en su vida, y con delicadeza lo apartó. Louis no podía decir nada. Louis no podía mirar. Maud sopló en dirección al cadáver y la carne se volvió polvo. Blossom ya era una con la naturaleza. Solo quedaba mantenerla viva con el recuerdo.

—¿Y quién se va a encargar del crío, Maud? —escuchó Louis que decía una bruja.

—Sí, después de todo, quién sabe cómo será su magia. Es un...

Maud las mandó callar. Miró al niño, derrotado, con la frente en el suelo.

—Yo. Me encargaré yo.

Desde entonces, Louis vivía más allá del mar y viajaba en el remolino aferrado a la mano de Maud. La casa de Maud era mucho más grande que la de su madre, y no había marido al que dejar atrás. Solo dos muchachos que se encargaban de la comida, limpiaban y cuidaban de los caballos de la anciana.

—¿Ellos son novicios? —le preguntó Louis después de que se los presentara.

—No. Pero ahora tú les ayudarás a ellos cuando no estemos en el sabbath.

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