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1889.
Ella.
Tal vez, lo único que se sentía bien de ese lugar era ella.
Era un monstruo, un desalmado monstruo. Ni siquiera tenía la valentía suficiente como para escapar. Pero ahí estaba ella, no la dejaría ir, ni la dejaría sola.
Jasper Whitlock estaba profundamente flechado por una neófita del ejercito de María, no era solo una neófita, era la mano derecha de la mexicana. Con tan poco tiempo, María confiaba plenamente en ella.
Era extraordinaria; ágil, rápida, fuerte, rápida. Jasper y ella eran los segundos al mando, pero la joven parecía no estar interesada en él. Mientras Jasper estaba dispuesto a dar todo de él, una de las tantas flechas que la pelirroja había disparado había dado justo en el frío y muerto corazón del soldado.
Era un martirio, la persona de la que caíste de rodillas sin siquiera una palabra, una sonrisa o un toque. Pero él estaba muy seguro de que una mujer como ella jamás se fijaría en alguien como él.
Ni siquiera podía sentir sus emociones, para él estaba más que claro que ella lo odiaba. Aunque parecía odiar a todo el mundo.
Alexandrine también estaba profundamente enamorada de el apuesto joven rubio. Pero estaba tan avergonzada que simplemente decidió ignorar los sentimientos y a él, aunque no ayudó en nada.
Sabía que existía otro tipo de vida la que tenía, pero María la controlaba día y noche, como si temiera que se fuera. La mujer de raíces latinas le había quitado todo; una vida normal y buena. Posibilidades.
¿Y para qué?
Hubiera preferido morir como humana, a morir como un monstruo a manos de algún neófito en medio de una batalla.
Tenía que ser paciente, y con suerte, en diez años estaría lejos de ella.
Pero Alexandrine no huyó sola.
Ella siempre pensaría que, su mejor flecha fue la que nunca lanzó a alguien con ánimos de lastimar.
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