LA CARTA

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Fue un trozo de papel dentro de un sobre marrón y una promesa lo que arrancó al veinteañero Julián de su cómoda vida en la ciudad, sumergiéndolo en un verdadero laberinto de caminos rurales

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Fue un trozo de papel dentro de un sobre marrón y una promesa lo que arrancó al veinteañero Julián de su cómoda vida en la ciudad, sumergiéndolo en un verdadero laberinto de caminos rurales. Los recorría en moto siguiendo los mandatos su teléfono móvil, que lo guiaba por sendas que terminaban en arboledas, en puentes rotos o viejos pantanos, viendose continuamente obligado a regresar por sobre sus pisadas.

Una vez más detuvo la moto en medio de la nada. El camino, si se lo podía llamar así, era más un recuerdo que una realidad. Cubierto por maleza de una altura tal que de pie le llegaba a las rodillas, era apenas dos huellas de pasto aplastado. A lo lados, una alta vegetación no le permitía ver que había a unos metros de él. El calor era insoportable, la ropa se le pegaba al cuerpo y el miedo que una víbora lo sorprenda, se acrecentaba con cada paso que realizaba. Rogaba a los dioses de la tecnología que le brinden la bendición de la señal, pero estos parecían no oírlo. Movía el teléfono en alto dirigiéndolo hacia cada punto cardinal, sin exito. Dejó el móvil sobre el asiento del rodado. Camino unos metros llevándose ambas manos a la cabeza, con la mirada puesta en el cielo. Resopló molesto. Hacia horas que partió a lo que creyó un viaje rápido, y ahí estaba, sin saber si seguir adelante o regresar. Aunque volver sin cumplir su promesa no era una opción, no podía hacerle eso a él. Iba a llegar hasta el final. En ese instante la voz electrónica sonó indicándole avanzar. Estaba en el camino correcto y no muy lejos de su destino. Sonrió, despertó el motor con un rugir que se multiplicó en la vasta llanura y devolvió el movimiento a su corcel de hierro siguiendo la difusa huella.

Poco más de media hora de marcha le llevó llegar a destino. Era un lugar extraño, olvidado del mundo. Al frente, emergió primero una enorme escuela repleta de pasto y a unos metros, al otro lado de una supuesta esquina, una enorme casona de ladrillos desnudos se presentaba soberbia con un cartel viejo que anunciaba su oficio de ramos generales. Más allá pastizales y ruinas. De la otra orilla, una vieja estación ferroviaria lo observaba de entre la maleza con ojos vacios.

Detuvo la marcha, se quitó el casco y miró la pantalla del teléfono móvil el cual confirmó su deseo, se encontraba en su destino. Suspiró aliviado y miró en todas direcciones.

— ¡HOLA! —gritó, pero ni siquiera el viento le respondió. El único sonido que se oía hasta el hartazgo era el de graznido de las cotorras—. ¡¿Quién me mandó a prometer algo sin saber que era?! El viejo se debe estar cagando de risa allá arriba. Después de más de 60 años, como me iba a imaginar que alguien iba a seguir acá.

— ¡HOLA! ¡¿Hay alguien?! —gritó una vez más. Miró con curiosidad cada rincón del lugar. Nada daba de suponer que alguien vivía en el sitio. Las sombras se estiraban y lo último que quería era que la noche lo atrape en ahí. Se colocó el casco, dio marcha a la moto y cuando pretendía marcharse clavó sus ojos en la vieja puerta del ramos generales, que ahora daba la sensación de estar entreabierta —No tengo nada que perder—se dijo dándose valor y se acercó al edificio.

Maten a CupidoWhere stories live. Discover now