Prólogo. Pipo.

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Villa del Herrero se encontraba casi en lo alto de la montaña; quizá fue por eso que la comadrona no llegó a tiempo, o puede que, sencillamente, fuese la mala suerte que siempre había acompañado a la joven Covadonga la que provocó que su vida la abandonase mientras los pájaros aún dormían. Antes de cerrar los ojos, la muchacha vio la cara de su pequeño y sonrió cuando lo escuchó llorar. La vida arraigaba en él de la misma forma que la muerte la reclamaba a ella. Dejó caer la cabeza con delicadeza y se abandonó a los brazos de un Morfeo eterno.

Las ancianas del pueblo que asistieron al parto siempre recordarían aquel momento, pues Covadonga fue en paz, a pesar de dejar en el mundo de los vivos una criatura como aquella.

Nadie pensó que Pipo, como lo habrían apodado tiempo después, durase más de dos noches. Tres como mucho si nuestro Señor lo desea, había comentado una vez la vieja Llara, a lo que el resto había asentido, pues pocas personas se atrevían a llevarle la contraria a la mujer más longeva de la villa.

Y, contra todo pronóstico, Pipo alcanzó la cuarte noche, y la quinta y la sexta y así hasta que las noches dejaron de tener importancia y ya nadie las contaba. Muchos relatos nacerían en boca de los lugareños a partir de entonces sobre un muchacho desgarbado, muy poca cosa, pero que se había reído de la muerte, esquivándola con gracia.

Y así, los días fueron pasando en un pequeño pueblo cada vez más olvidado. La vieja Llara no alcanzó a cumplir sus setenta primaveras; tampoco su hermana, Nora, despertó cuando los sesenta años llamaron a su puerta. Pipo se preguntó a qué edad le reclamaría a él la muerte, si aún lo buscaba o, por el contrario, se había aburrido de siempre perder la partida.

Dado que no tenía familia conocida más allá de su fallecida madre, Pipo fue criado por todos y nadie a la vez; le proporcionaron todo lo que un muchacho podía necesitar, mas no aquello que realmente anhelaba. Aunque, si Pipo extrañó algo, nunca dijo nada, tampoco nadie quiso saberlo. Era mejor así. Pipo agradecía cada gesto, cada comida y cada techo con una educación que había ido adquiriendo de aquí y allá, del norte y del sur, de quien vivía en la villa y quien sólo estaba de paso.

Encariñarse con alguien parecía una tarea complicada teniendo en cuenta que ni siquiera tenía un hogar fijo, a veces dormía en una casa, a veces en otra y, en otras ocasiones, compartía establo con los caballos. Y de nuevo, Pipo se había reído en la cara de la lógica al tomar como referente al hombre más complicado de toda la villa: el herrero. Sobrepasaba los cuarenta, aunque a Pipo ya no le interesaba la edad de nadie pues la gente moría de vieja, como la señora Llara, y también de joven, como el pequeño de la familia Astur, que no pudo disfrutar ni de su primer amanecer. Pipo había recibido un sonoro capón por parte del Padre Benjamín cuando preguntó por qué Dios se llevaba también a los bebés; desde entonces, aprendió a estar callado más tiempo incluso del que le parecía razonable.

Pero el herrero no era como el Padre Benjamín. Puede que pareciese serio, que su gesto indicase que estaba enfadado, mas lo cierto es que era una de las mejores personas que el pequeño Pipo había conocido en su todavía corta existencia. Era por eso que todos los días sin excepción, Pipo se levantaba de su improvisado catre en casa del señor Asur y, antes de que el sol se pusiera en el horizonte, acudía raudo a la forja como ayudante. El herrero, de quien desconocía el nombre real (si es que lo tenía), había tenido sus reparos en acogerlo como aprendiz en un principio, haciendo alarde a su para nada merecida reputación de lobo solitario; no obstante, Pipo había dado muestras de ser trabajador y no pedía nada a cambio, solo… enseñanzas. Puede que preguntase demasiado, puede que fuese curioso en exceso, mas todo el mundo opinaba que se trataba más de una virtud que de un defecto. Excepto para el Padre Benjamín. Aun así, cuando Pipo trabajaba en la forja, el silencio se hacía su mejor aliado.
Los encargos lo mantenían ocupado hasta bien entrada la noche, cuando el herrero le ordenaba volver a casa para descansar. Pipo asentía, guardaba todos los materiales y salía de la forja con manchas de hollín en la cara y quemaduras en los dedos. Y en lugar de dirigirse directamente a casa del señor Asur, quien con seguridad no tardaría en decirle que se buscase otro cobijo, Pipo tomaba el camino del bosque, alejándose un par de kilómetros de la villa.

Quizá nunca pensó que aquello sería su perdición. Quizá solo quería lavarse la suciedad y estar presentable, implorar por cinco noches más en casa de Asur, se conformaría con cuatro. Quizá… Quizá era una palabra que englobaba muchas posibilidades, pero lo cierto fue que, la noche en la que la luna se reflejaba en el riachuelo, grande, redonda y luminosa, la vida de Pipo y de todos los habitantes de Villa del Herrero, cambió para siempre.
Si no hubiese mirado hacia aquellos ojos, si no la hubiese sonreído…

Quizá…
Quizá…
Quizá no se hubiese enamorado de una xana.

En el corazón del bosqueTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang