29. Pequeños instantes

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El cielo era gris, sin una nube, apenas había luz, un pequeño punto en el cielo, tan lejano y tan próximo como el mañana.
Había un lago brillante, poseía destellos de luz roja, mis pies tocaban la orilla, llevaba un vestido blanco con rastros rojos en los bordes. Tenía el cabello suelto y revuelto, el aire era frío, pero no era fuerte.
Me dolían las articulaciones, el cuello me ardía y mis ojos lagrimeaban, sin embargo, podía ver mi reflejo por el agua cristalina, en el fondo había unas piedras redondeadas de colores monocromáticos. Me dolía el pecho, un dolor agudo y punzante. La garganta me picaba.
Escuché unas voces, una el concreto me llamó la atención, no la distinguía y me adentré en el lago por curiosidad, el agua pasó a cubrirme arriba de la cintura. Estaba fría, y comenzó volverse viscosa, entre más avanzaba, el agua transparente se volvía roja.
Dejé de ver por dónde caminaba, el líquido me llegó al cuello, me sentía pesada, pero no podía parar de caminar. Mis pies se movían solos y rígidos. Las voces dejaron de susurrar, la voz que en un comienzo seguí, murmuró mi nombre con desesperación. No venía de ningún lado, pero lo escuchaba en toda mi cabeza, rebotando cada vez más fuerte. Dejé de respirar, nadaba entre sangre espesa y algo me jalaba al fondo, tenía los ojos cerrados, pero unos dedos me los abrieron a la fuerza.
El cuerpo descompuesto de mi madre caminaba hacia mí, no tenía ojos, en su lugar había dos espacios oscuros y vacíos, sus manos estaban grises y huesudas, tenía sangre seca alrededor de su ropa.
Su cabello flotaba a su alrededor. Al estar frente a mí acarició mi mejilla con suavidad y cariño, por un segundo vi a mi madre, no a su cadáver, la vi a ella en vida, sus ojos grises y sus mejillas rosadas, cuándo pensé que me abrazaría, me rasguñó. Comenzó a gritarme, su rostro se desfiguró, su boca se abrió físicamente imposible, los agujeros vacíos que tenía como ojos se cerraron y sus cabellos golpearon mi rostro.
Los ojos son ventanas al alma, tenía sentido que ella no los tuviera, ella no era mi mamá.
No podía moverme, no podía hablar o gritar, manos rasguñaban mi cuerpo, jalando mi piel.
Sentía el dolor esparcirse por cada átomo que me componía, sin perder el tiempo para parar.

Llevaba bastante tiempo despierta, las siestas largas eran algo poco frecuente en la noche, entre menos dormía, menos soñaba, menos veía a mi madre en mis pesadillas, menos sentía su sangre ahogándome

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Llevaba bastante tiempo despierta, las siestas largas eran algo poco frecuente en la noche, entre menos dormía, menos soñaba, menos veía a mi madre en mis pesadillas, menos sentía su sangre ahogándome. Muchas veces el cansancio me dominaba y en un descuido volvía a dormir, las pesadillas eran impredecibles, a veces estaban, y a veces no.

James aún dormía, no lo culpaba, debía de estar exhausto. Su pecho subía y bajaba con tranquilidad, acariciaba los cortos mechones de su cabello en círculos. Seguía igual de oscuro y suave. Veía el techo y las irregularidades en él. En momentos como ese extrañaba mi casa, en mi cuarto tenía estrellas y brillantina esparcidas por el techo, además de la tabla periódica, seguía sin aprenderme ni la mitad. Tenía posters, discos, libros, mis frascos de hojas que jamás llegaron a volver a la tierra.
Algún día volvería a recolectar las hojas del recuerdo, las que usaría como abono para plantas, si el árbol crecía, mis recuerdos y memorias permanecerían inmortales en él. Aunque quizás no extrañaba eso, tal vez extraño cuidar de las plantas con mamá, extraño regarlas junto a ella, pelear sobre que les cantaríamos, si una suave sinfonía o una canción de AC/DC, a papá le gustaba más la segunda opción.

Azul TormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora