Capítulo IV

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"Se dijo a sí misma que no tenía esperanzas. Pero fue demasiado tarde. La esperanza ya había entrado."
Jane Austen.
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22 de marzo, 1985

Una corriente de viento, que congelo hasta la más remota célula de su cuerpo, pasó de manera efímera por toda su piel y ella trató de cubrirse para protegerse del repentino frío, pero no encontró nada, así que se abrazó a ella misma para calentarse de alguna manera.

Pero esto tampoco funcionó, porque cuando otra fría corriente la sacudió, ella despertó. Desorientada, confusa. Rosé se levantó del suelo donde se había quedado profundamente dormida.

Frotándose los ojos con sus manos, trató de recuperar la vista para poder orientarse correctamente. Ahí, recién, cayó en cuenta de donde estaba acostada y por qué ese lugar no era tan suave y cómodo como lo era su cama.

«¡Joder, se había quedado dormida en el balcón!»

En el frío y duro suelo de cemento tapizado, Rosé se encontró acostada, casi tirada en la esquina del ventanal, al lado de donde se ubicaba la habitación de Leanne.

Su cuerpo temblaba, su piel estaba helada, sus dientes rechinaban y sentía sus labios resecos. Sin previo aviso soltó un estornudo bastante fuerte. Era más que obvio que ella se enfermaría a la mañana siguiente por su descuido.

Así que decidió, antes de empeorar su situación, entrar y acostarse en su cama para tratar de contrarrestar el resfrió que amenazaba con tocar la puerta de su sistema.

Se levantó del suelo, entró a su habitación, cerró las puertas de vidrio, caminó hasta la cama y se hundió en esta como si de una piscina se tratase. Todo con una rapidez impresionante.

Soltó un jadeo de satisfacción cuando el calor de su cama acuñó y abrazó su helado cuerpo. Se refregó contra las cálidas sábanas, buscando entrar en calor y no fue hasta que sintió que todo su cuerpo volvió a la temperatura que debía estar, que se quedó quieta.

Levantó su vista hacia la chimenea y vio que esta estaba apagada. Eso no le extrañaba, al haberse quedado dormida no pudo pedirles a las mucamas que la encendieran como lo hacía cada noche.

Podría tener frío, pero no se levantaría otra vez para encender la chimenea.

Luego miró el reloj ubicado en su mesita de noche y quiso correr otra vez al balcón y tirarse de este cuando vio que tenía solo dos horas para dormir. Maldijo en su mente su descuido, pero se detuvo cuando recordó la razón de este.

No se arrepentía, aún si amanecía enferma, no se arrepentía de haberse quedado dormida en el balcón, no cuando la razón fue Leanne.

Trató de recordar el momento en el que se quedó dormida, pero fue en vano. La voz de Leanne al leer la relajó tanto que se quedó dormida sin darse cuenta, como nunca antes lo había hecho.

Era la primera vez que a Rosé le sucedía algo así.

La rubia no acostumbraba a dormir mucho por las noches, le costaba conciliar el sueño y siempre terminaba durmiendo pocas horas. Su mente no descansaba por las noches, era el momento en el que escuchaba a su cabeza parlotear sin cesar. Las ideas iban y venían, y aunque ella tratara de dormir, siendo que tenía sueño, no lo lograba.

Siempre en las mañana se levantaba antes para poder maquillas aquellas bolsas moradas que aparecían sin falta bajo sus ojos, evidenciando su mal dormir.

Pero esa noche fue distinta, esa noche ella cayó rendida sin tratar de intentarlo siquiera. Se quedó dormida sin importarle nada a su alrededor, ni siquiera el lugar donde ella estaba, su cuerpo estaba tan relajado por la voz de Leanne que su mente, por primera vez en mucho tiempo, se silenció por completo.

Juventud En Primavera Where stories live. Discover now