23: Renato Nato

2.9K 302 100
                                    

   El diablo me visitaba por las mañanas.

Se paseaba por los pasillos ataviado en un espléndido uniforme condecorado en mentiras, y con una sonrisa carismática y embustera, engañaba a todo aquel se atravesara en su camino.

Su apariencia inmaculada y perfecta, solo era parte del disfraz que usaba a diario para ocultar el ser perverso que habitaba en su interior.

El papel de padre ejemplar se venía abajo cuando nos dejaban solos en la habitación.

En los poco minutos que compartíamos ni una sola vez hicieron falta palabras de amenazas o golpes, su mirada oscura y nula de sentimientos fueron suficientes para amedrentarme.

Cuando se marchaba era que podía respirar con tranquilidad, sentía un nudo trancando mi garganta y el corazón desbocado con solo ver su presencia a pocos metros de mí.

El terror contra mi padre solo aumentaba, y con el pasar de los días se hacía más intenso, tanto, que llegue a desear nunca mejorar para no irme a casa y estar a su lado.

La estadía en el hospital fue más agradable y menos oscura gracias a la compañía de Boo, que insistía para no dejarme solo durante el día. Por horas nos dedicábamos a conversar sobre todo lo que no habíamos podido; sobre canciones que nos gustaban, pelis que habíamos visto, postres, figuras coleccionables…una infinidad de cosas. La conexión que existía entre ambos se había reforzado, hasta un punto de hacerse casi irrompible. Ya no existían dolores y temores ocultos. Todo estaba allí, a la vista. Éramos nosotros sin mascaras que nos escondieran. Los reales. Los imperfectos.

El momento más duro del día era cuando llegaba la noche y mi amiga debía marcharse a descansar. El pecho se me exprimía al verla salir de la habitación arrastrando los pies, con una escuálida sonrisa surcando su rostro como despedida, y una mano tirándome un beso. Siempre temía que esa fuera la última vez que la viera, y pasaba la madrugada entera con el miedo envenenándome la mente. Imaginándome escenarios desalentadores donde la perdía para siempre, donde sus ojos grises y su sonrisa tierna no existían. 
Pero a la mañana siguiente siempre regresaba. Volvía a mi lado y con un abrazo espantaba todos los malos pensamientos que me acechaban.

En cada oportunidad admiraba su rostro, guardando cada detalle para no olvidarlo. Y no había ocasión en la que no me maravillara, porque seguía siendo bonita sin importar todo lo demacrada y enferma estuviese.

¿Cómo algo tan roto y marchito podía ser tan hermoso?

Quizás fuera la belleza que tiene todo caos.

Me dieron el acta de salida al quinto día.

En la mañana luego de hacerme un chequeo comprobaron que, efectivamente, había mejorado, y que esa misma tarde podía irme a mi casa.

La que se suponía que fuera una buena noticia, no lo fue. Nunca lo seria. Y tuve que fingir una sonrisa ante el doctor, haciéndole creer que me alegraba irme.

Si, quería irme, pero a mil kilómetros de distancia donde estuviera muy lejos de mi padre.

Ese día Boo me aviso que no llegaría porque estaría ocupada. Un motivo más para desanimarme.

Mientras terminaba de empacar mis pertenencia, irrumpieron la habitación con estrepito.

― ¡Aja, tú debes ser Jonás!

Por la impresión la ropa que tenía entre mis manos cayó al piso.

― ¿Quién verdolagas eres? ¿Y porque entras así?―cuestioné con la voz estrangulada y retrocedí, mirando con los ojos muy abiertos al chico desconocido y de trenzas en la cabeza.

Entre hojas secas y copos de nieve | Libro IWhere stories live. Discover now