JonásEsa mañana el sol no salió a deslumbrar en el cielo. Los días anteriores tampoco lo hizo, pero esa mañana en particular, parecía más oscura que el resto, como si los turbios nubarrones reflejaran el miedo que inundaba mi mente.
Los minutos en que preparamos el interior de la camioneta para el viaje se sintieron eternos. La sensación de que mi padre apareciera no se esfumaba, permanecía pegada en mi piel, haciendo que se me enchinara cada vez que escuchaba un auto aproximarse por la calle.
Temblaba, pero no era de frio. Las bajas temperaturas y la nieve que caía a montones sobre mi cuerpo, eran nada comparado con la imagen de mi padre impregnada en mi mente, amenazándome con su mirada oscura que me haría pedazos si me encontraba huyendo del pueblo.
Aun así, no me deje vencer por la paranoia. No dude ni un segundo en subirme a la camioneta de Renato.
Mirando el tejado de la casa lleno de nieve y sus pilares adornados con guirnaldas, le dije adiós a los recuerdos vividos entre sus paredes, prometiendo nunca olvidar el aroma de dulce de calabaza que en su interior deambulaba o el reconfortante calor que desprecia la chimenea por las noches. Las risas nacidas por alguna ocurrencia, o el bigote que dejaba el chocolate caliente una tarde fría. El flash inesperado de la cámara. Las fotografías por todas partes.
Nunca olvidaría la paz que me brindaban aquellas paredes enladrilladas.
La familia de Boo se despidió muestro con grandes abrazos, deseándonos un feliz viaje con los ojos lagrimosos. Dándonos un gran cesto lleno de galletas, dulces y juguitos de cartón. Les agradecí por ser mi familia esa temporada, la familia que nunca tuve. La familia que me comprendió y apoyo sin juzgarme. Sin dañarme.
Contuve la respiración al emprender la marcha, y cuando volví a llenar mis pulmones de aire pude sentir el ligero aroma de la libertad. Las casas enladrilladas fueron quedando atrás. Los árboles desnudos que estaban por todas partes. Las aceras repletas de nieve. Las pequeñas colinas de las calles. Los puentes sobre los riachuelos y las vías del tren.
Letter se quedaba atrás, como un espejismo del pasado.
Supe que lo que vivía era real y que el cerebro no me pasaba una mala jugada al contemplar el enorme cartel del pueblo que se despedía, con las imponentes montañas de Belbaz repletas de nieve de fondo y las luces de la arbolada que iluminaban a pesar de la distancia.
El paisaje me pareció hermoso, digno de capturar en una fotografía o una pintura. De resguardarlo para siempre dentro de una bolita de cristal para llevarlo a todos lados, agitándolo para cuando quisiera verlo nevar y quedarme quieto por minutos, embelesado viendo los puntitos escarchados descender.
Lo único que deseaba recordar de aquel lugar eran sus estaciones mágicas. El otoño, con los colores cálidos que hacían explosión en los árboles y arropaban las calles. El olor a tierra húmeda y dulce de calabaza. Las caminatas bajo la luna llena. La noche de brujas con sus decoraciones excéntricas y leyendas mágicas. Un bosquecillo lleno de luces y de vida. Un puente, una bruja y un abrazo de amistad.
Y ella, la caótica tormenta que me dio octubre.
El invierno fue frio, desagradable, y hostil. Y aun así, precioso. La combinación perfecta entre la decadencia y lo cautivador. Diciembre se sintió como vivir en el ojo de un huracán, a la espera de que la calma desapareciera y arrasara con todo.
Pero ya todo había acabado. Escapaba de los monstruos que a diario me atormentaban y juzgaban. Les demostraba que ser valiente también significa irse. Huir de donde te hacen daño. Les demostraba que ser valiente también era decidir no aguantar más injusticias.

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Entre hojas secas y copos de nieve | Libro I
Short StoryElla era la más caótica de las tormentas. Y él, el único con la suficiente calma para soportar tales tempestades.