El mar de los recuerdos

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Paso la yema del dedo índice por la hoja de metal del sacapuntas, una vez tras otra, hasta que el dolor se torna en una punzada. Subrayar las ideas que me gustan es un buen ejercicio para olvidar. Tomo el lápiz dispuesta a continuar, pero no me apetece leer un capítulo más. Ese abogado lo ha dejado todo, y por ningún lado aparece el monje, o el Ferrari. Las lecturas de autoayuda no parecen ser lo mío. El crepúsculo se acerca y la soledad se intensifica, se torna sofocante. Me levanto, busco una botella de vino y me sirvo un poco. Salgo a la entrada y me siento con desgana sobre el frío escalón, recostado un hombro y parte de la espalda en la oared. Balanceo la copa de un lado a otro observando el reflejo de la farola y las distorsiones que se forman cada vez que el movimiento es demasiado brusco.

—El vino es mejor con un libro.

Aquella voz de nuevo. Levanto la mirada para confirmarlo. Lleva un maletín de una sola tira colgando de su hombro derecho y algunos libritos de bolsillo en su brazo izquierdo. Asiento, no le digo que acabo de dejar el libro sobre el brazo del sofá porque esa lectura no era para mi.

—Parece que somos vecinas —agrega después de un silencio extraño en el que solo nos observsmos.  Se acomoda la tira del bolso y comenza a subir los escalones contiguos. Entonces reacciono. Vive en esa casa grande y colorida que esta junto al sitio que me alberga a mí. El cielo y el infierno. Me levanto con prisa, dejo la copa sobre el muro que soporta las rejas y extiendo el brazo por encima de la división de los escalones, en un intento por alcanzarla; pero fallo.

—¿Sí? —se gira a verme.

—¿Puedo saber su nombre? —me arrepiento tan pronto pregunto, quizá antes.

—Alma, me llamo Alma. —Rebusca en el lateral de su bolso hasta que halla las llaves—. ¿Cuál es el tuyo?

—Julia. —Me sonrie, una sonrisa afable y dulce.

—Buenas noches, Julia. —no respondo, ha desaparecido.

Tomo la copa y entro a mi morada. Otra vez a la soledad. Vuelvo al sofá y retomo la lectura.

No puedo dormir. Doy vueltas en la cama, no logro despejarme. Los recuerdos me invaden como torrentes, taladrando una y otra vez hasta que siento las lágrimas deslizarse por mi rostro. ¡Malditos Faillace! ¡Maldito Gael! ¡Y maldita mi miserable existencia!

Me vuelvo un ovillo bajo las mantas y me abrazó las piernas. Danzan ante mí los recuerdos. Mi hermano, mi padre, el día en que todo se descompuso y las exclamaciones de mi padre sobre los motivos por los cuales debían temerle. Los ataúdes y las flores blancas. La culpa y el odio me carcomen, eso jamás va a cambiar.

La imperfecta dualidad del amorWhere stories live. Discover now