¿Cuál es el sentido de la vida?

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Alma está frente a mí. Lleva un vestido ligero y dulce, de color blanco. Se acerca y retira algunos de mis mechones rebeldes, luego dibuja un sendero en la parte rapada de mi cabeza. Me observa con dulzura y se acerca a mí, dejando dos besitos en mis mejillas. Entrelaza su brazo con el mío y empezamos a caminar. Llegamos al restaurante y siento una punzada que me impide avanzar. Observo su rostro y su mirada me sumerge en el abismo de los recuerdos. Hay interrogantes, suyas y mías. Alma seguro se está preguntando por qué motivo no entro.

No puedo hacerlo. A Gael le encantaban ese tipo de sitios.

Los recuerdos de aquella noche se abren paso en mi memoria, tan vividos, tan lúgubres.  Vuelvo a aquella noche en la que me llevó a cenar por primera vez. Me había maquillado con esmero, trataba de llamar su atención con actitud seductora nada habitual en mí. Él cayó, tan deprisa como atraído por la gravedad, lo veía en su mirada, en sus gestos. Saboreé mi primera victoria más que el postre. La degusté hasta que deseé más, mucho más.

Las salidas se volvieron habituales y entre nosotros se gestaba una relación. Un afecto que me moría por hacer crecer para luego dejarlo caer. ¡Qué mejor golpe que ese!

Alma me mira, parece percibir mi reticencia y, comprensiva, me pregunta:

—¿Quieres ir a otro sitio?

Asiento, presa del sortilegio de su mirada. Me olvido entonces de Gael, de Javier, de mi hermano y de mi padre. Por primera vez quiero pensar en lo que deseo y no en lo que el destino ha dispuesto para mí. Observo sus labios y todo deja de importar. Solo existe ella. Solo ella y yo. Capturo su manos y me acerco con gesto temeroso. ¡deseo tanto besarla!, pero me invade el miedo, el temor al rechazo, a no ser suficiente, porque, después de lo que he hecho, no soy digna de afecto. Entonces cambio de trayectoria y dibujo un besito fugaz en su mejilla, y ese suave contacto me hace estremecer. Me separo deprisa, nerviosa. Alma me mira, se acerca más a mí y me devuelve el beso. Uno más dulce.

—Podemos ir por pizza, o algo así, si prefieres… No tenemos que ir a un restaurante —le susurra al viento. Asiento observando el vaivén que dibujan sus cabellos al ser impulsados por la brisa de la noche.

Nos sentamos entonces en la plaza, cada una con un trozo de pizza en la mano, arropadas bajo la espesa neblina, que lejos de alejarnos, nos une más. Su brazo entrelazado con el mío y nuestros cuerpos juntos, observando la gente pasar. Así, en una calma banal que nos embelesa, le encuentro  la magia a aquel sitio, a su compañía y a mis propias sensaciones. Porque la dulzura de Alma es un poco más adictiva que el sabor a mermelada de piña de la pizza.

—Cuéntame de ti —le digo. Quiero oír su voz, esa voz que llamó mi atención en primer lugar.

—No hay mucho por contar —sonríe—. Soy la cuarta de cinco hermanos. Bueno, ahora de cuatro. Mi hermano menor murió hace tres años. —No sé qué decir, las palabras de consuelo parecen tan absurdas en estas situaciones. Dibujo un ligero apretón en su pierna y la observo, esperando que continúe—. Estudié la licenciatura lejos de casa y luego hice una especialización. Trabajé algunos años en un colegio privado en la capital y, en cuanto recibí la noticia del estado se salud de mi padre, regresé. ¿Qué hay de ti?

—No tengo familia —ladeo la cabeza—, ya fallecieron.  En el último curso del instituto conocí a Javier. —Recordar a Javier me produce una sensación agridulce—. El Ingeniero, lo llamaba. Él me enseñó todo lo que sé, me ofreció lo más cercano a una familia y me acompañó en cada paso que di. —Me molesta la nariz y siento la cara caliente. Los recuerdos son tan pesados como el osmio, pero a su vez, tan frágiles como la moscovita, y eso es peor—. Me apoyaba sin importar lo malas que fueran mis decisiones. Hasta que hace tres años falleció. —Alma me abraza arrastrándome contra su pecho—. Tenía diabetes.

Recuerdo lo mucho que le gustaba ese lugar y la última vez que me acompañó. Fuimos a comprar un helado, dijo que no pasaba nada si yo lo comía y él no. Que le gustaba verme comer porque le recordaba a esa chiquilla que llegaba tarde a sus clases. Después de que me dio el discurso del siglo sobre lo que era moralmente correcto y de tratar de hacerme desistir de mi plan de venganza, se dio por vencido y me convidó a dar un paseo.

Si le hubiera hecho caso, habría una persona con vida. Si le hubiese hecho caso, habría un corazón casi entero, menos fragmentado. Pero no. Tenía que estrellarme. Tenía que doler. Tenía que entender. Tenia que aprender.

O quizá no habría diferencia. Tal vez todo sigue igual. ¡Los malditos Faillace tenían que pagar! Debían sentir en carne propia lo que es perder a alguien. Se merecían cada lágrima de dolor.

¿Quién sabe si realmente somos libres de decidir o si las decisiones nos controlan? En mi caso no veo la diferencia.

Si no hubiesen asesinado a mi hermano y a mi padre, ¿sería diferente mi vida? ¿Sería menos solitaria, menos sombría? Pero, ¿con qué propósito entonces viviría?

Después de la muerte de Gael y de Javier, me carcomió la culpa y la pena, ennegreciéndome poco a poco hasta convertirme en un alma oscura y solitaria que vagaba cada día por el cementerio en busca de la única persona que podía darme consuelo y que ya no estaba. 

La mano de alma atrapa la mía, y, entonces, soy consciente de su cercanía.

—¿Quieres que nos marchemos? —pregunta.

—Sí.

Caminamos en medio del frío y la neblina. Me sujeto de su brazo en un intento de apreciar su cercanía y concervar el calor.

—Entra —me hago a un lado para que ingrese a mi hogar—. Ya que fastidié la salida, al menos podemos ver una serie o algo. —¡Brillante! ¡No pienso antes de hablar!

Alma se acerca, atrapa mi rostro y dibuja un besito dulce en mi mejilla.

—¡No la has fastidiado! —sentencia—. Una película estaría genial.

Toma mi mano y nos dirigimos al sofá. Tomo una manta y nos acomodamos. Alma se tumba con la cabeza sobre un extremo y me hace un gesto para que me acerque. ¡Deseo tanto su calor! Me acuesto de lado y sus brazos me arropan.

—Esto es mejor que cualquier restaurante. —Me da un apretón cariñoso y dibuja un besito en mi mejilla—. ¡Eres tan bonita!

Un beso, un beso y una sonrisa de Alma me calientan el corazón y me arrancan una sonrisa.

¿Es la felicidad el fin último del ser humano? ¿Acaso no somos desdichados la mayor parte de nuestra existencia? Entonces, ¿cuál es el sentido de la vida?

La imperfecta dualidad del amorWhere stories live. Discover now