Tu voz lejana

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Sabía lo que venía. Sabía lo que venía y no podía huir.

Hacia meses que había pasado a consulta con la doctora Regina. La autorización para el procedimiento que me había enviado jamás había llegado, no de manera voluntaria al menos. Había tenido que quejarme en la veeduría de la salud para obtener una respuesta.

Mi hermana me acarició la cabeza mientras me notificaba que ya había pasado por recepción. La chica que administraba las gotas pronunció mi nombre y, con un gesto de mi mano, le indiqué que era yo a quien buscaba. La gota cayó con fuerza en mi ojo derecho. Ardía. Ardía mucho. Mi cerebro reaccionó y mi ojo izquierdo se negaba a dejarse ver. La chica tomó mi párpado levantándolo de un gesto y depositó la gota que hizo que mis ojos derramaran un torrente de lágrimas a pesar de estar cerrados.

Esperaba, el sueño me dominaba. No sabía cuánto tiempo llevaba sentada en aquel lugar, con los ojos cerrados y el miedo engulléndome poco a poco. Una voz mecánica pronunció mi nombre seguido del número nueve. Abrí los ojos al tiempo que mi hermana me tomaba del brazo para guiarme hasta el consultorio.

Abrí la puerta con nerviosismo. Sentía que los segundos se evaporaban y que cada vez estaba más cerca de aquel procedimiento del que solo quería huir.

—Siéntese acá —Regina me señaló la silla negra reclinable—. Usted espere afuera, por favor —le dijo a mi hermana.

Me senté con cautela. Mi visión estaba un poco distorsionada a causa de las gotas.

—Recuéstate. —Me quitó los lentes—. Voy a aplicar una gota de anestésico en cada ojo. Abre grande.

Me aplicó la primera gota y deslizó rápidamente una toallita sobre mi ojo, esperando a que absorbiera los residuos, luego repitió el proceso con el otro ojo. Me ayudó a levantarme y me guío a un pequeño saloncito donde reposaba todo el instrumental necesario.

—Siéntese.

Se marchó dejándome con los nervios a flor de piel. Traté inútilmente de regular mi respiración, de auto convencerme de que tenía el control de mis emociones, pero no era así, todo lo contrario. Cada vez estaba más ansiosa. Sentia a mi propio corazón repiquetear con gran fuerza dentro de mí caja torácica. El tiempo parecía dilatarse y mi ansiedad multiplicarse.

Escuché sus pasos apresurados y pronto la tenía frente a mí, calibrando el monitor y el rayo láser.

—Apoye la frente y el mentón —me indicó tocando el aparato. Alcanzó un pañito y secó mis ojos antes de comenzar.

Sentí vértigo. Vértigo y dolor. Veía el insoportable haz de luz, luego dolor. Como si cada pulsación fuera un alfiler. Mis ojos lloraban sin contención y sentía que me invadía una sensación de lasitud. Como si con cada pulsación fuera perdiendo la consciencia.

—Mira arriba —me indicó. Obedecí despacio, la escuchaba lejana. Me limpió los ojos—. Descansa. —Me alejé un poco sintiendo lo ojos inflamados y mis manos temblorosas. Tan solo habían pasado unos instantes cuando reclamó mi mentón. —Acércate.

Las pulsaciones se tornaron más seguidas, más intensas. Ya no veía la estela de luz del haz, mis ojos habían entrado en un estado de protección causado por la sobre exposición, estaban al borde del colapso. Sentí que mi cuerpo no me respondía, que toda la energía se me había agotado. En un último intento lleve mis manos hasta la esquina de la mesilla y no supe más. Lo que sentí después fue un grito que no supe discernir. Los sonidos se oían lejanos.

—¿Qué pasó, doctora? —cuestionó una voz con afán.

—¡Agárrela de los pies, debemos llevarla a la camilla!

Sentí que alguien tiraba de mis brazos, que estos estaban sobre mi rostro y cada vez me costaba más respirar. Trataba de hacerlo pero no podía moverme, casi no sentía mi cuerpo y mi asfixia aumentaba.

—¡Déjelo, yo me encargo! —Sentí que alguien me atrapó bajo las axilas y que tiraba de mí, porque sentía mis pies arrastrarse por el piso. —¡Alcohol y una aspirina!

Comencé a ver una luz fuscia. Se agrandaba y dolía. Segundos después comprendí que era la farola que estaba sobre mí, en el techo. No podía ser fuscia, así que debía ser el efecto del láser. Unos brazos me ayudaron a sentarme y dejaron entre mis manos un vaso.

—Beba —demandó Regina.

Así lo hice.

Mi campo de visión comenzó a agrandarse y pude percibir las cosas básicas. Estaba sentada en una camilla y parecía que tomaba agua, aunque sabía a limón.

—¿Se siente mejor? —Asentí—. ¿Quiere que continuemos o dejamos para otra sesión?

—No.

Regina me guio hasta la silla y me ayudó a sentarme.

Ni siquiera habíamos terminado con el ojo menos afectado. De eso me di cuenta minutos después, cuando las pulsaciones se hicieron cada vez más seguidas y me repetía mentalmente que debía aguantar, que sería demasiado vergonzoso desmayarme por segunda vez. Cuando creí que no podía soportarlo más, Regina anunció que había terminado. Me dejó unos minutos para recomponerme y comenzó con el otro ojo. Ese fue más rápido, o eso me pareció. De nuevo no veía nada, tenía los ojos demasiado sensibles y doloridos.

Me limpió las lágrimas y me acarició la mejilla.

—¡Bien hecho, bonita!

Regina (Borrador) - EN AMAZONWhere stories live. Discover now