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Octubre

Sigfrido no podía casarse por amor. Una parte de él siempre lo había sabido. Nacer como príncipe significaba pertenecer al estamento más privilegiado de la sociedad, pero, ¿sin amor? ¿Qué era la vida sin amor?

Sanzu se llevó la vara de madera al pecho, simulando una ballesta. Alzó el mentón y miró al frente sin solemnidad alguna, sólo una expresión decaída, porque los príncipes no se casaban por amor.

Con el cabello recogido en un moño en lo alto de su cabeza y un suspiro en labios rosados, dio un paso tras otro, estilizándose en el reflejo de los espejos de la sala de entrenamiento. Alzó su ballesta imaginaria y, con ella, una de sus piernas hacia atrás en un perfecto arabesque. Con el pecho abierto, listo para recibir una flecha del destino si la vida así lo quisiera, sin temblar, casi sin titubear al bajar la pierna y desplazarse con un par de ágiles saltos, alzando una pierna al tiempo que giraba con gracia, dejándola caer con tal suavidad que una expresión de perplejidad se abrió en sus amigos.

Durante el instante en el que estuvo representando el primer acto del Lago de los Cisnes para Baji y Seishu, sintió que verdaderamente le dolía no poder encontrar el amor en ese baile del que debería salir con una prometida que asegurara una alianza económica provechosa para el reino.

Quizá Sigfrido nunca estuvo destinado a casarse por amor, pero murió por ello en las heladas aguas del mismo lado en el que conoció a su amante. Era algo por lo que merecía la pena morir, algo por lo que él estaba dispuesto a hacerlo.

Fingió perderse en la amplitud de la sala, con su ballesta ficticia apretada en manos delicadas, perderse hasta detenerse. Suspiró con fuerza, la tela de la ropa ajustada mostró los músculos relajándose como una segunda piel, los muslos entrenados, la curvatura de su trasero.

Seishu aplaudió, levantándose del suelo donde él y Baji se habían sentado.

—¡Eso ha sido genial!

Sanzu sonrió con torpeza, notando calor en las mejillas. Con el tiempo se había acostumbrado a los halagos de su compañero, pero le seguía resultando imposiblemente alucinante que pudiera crear arte de esa forma. Precisamente él, al que habían relegado siempre al banquillo.

Seishu había estado entrenando a Sanzu durante la primavera, aunque no fue hasta el comienzo del verano que decidió que le enseñaría los actos de Sigfrido en el Lago de los Cisnes, papel que él mismo interpretaría. Había invitado a la obra a su novio y a Sanzu, instándole, además, con una segunda entrada, a que llevara a ese novio del que tan enamorado estaba.

Faltaba un día, veinticuatro horas para que el telón se abriera finalmente.

Una parte de sí mismo lamentaba que Sanzu se quedara entre el público, pero esos meses de entrenamiento habían sido más fructíferos para el chico que el resto de su vida como bailarín en la academia.

Sanzu no sólo había ganado flexibilidad y peso, sino también confianza en sí mismo. Sus movimientos se habían vuelto más delicados, más precisos y hábiles, que junto a esa bonita apariencia disimulaban el fuego en su interior.

—Has mejorado muchísimo —lo elogió, entusiasmado —. Lo único que podría decirte es que te detengas un poco más en el arabesque. Sólo un segundo más, ¿vale?

—Sí, vale.

—... tus expresiones faciales son perfectas —continuó —. Y tu pierna ya no tiembla tanto, ¿me equivoco?

Sanzu hizo un pequeño círculo con el pie en el suelo, encogiéndose de hombros.

—No lo sé. Evito apoyarme demasiado en ella porque me da miedo estropearlo todo —confesó.

Éphémère || RinZuМесто, где живут истории. Откройте их для себя