CAPÍTULO DIECISIETE.

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Llega a la sede cuando el sol que ilumina las murallas exteriores y ensombrece la base de las montañas acaricia suavemente su rostro sudado. Es la tercera vez desde que atravesó el portal que le permiten estar fuera de las limitaciones interiores durante un largo rato.

Lo agradece.

Agradece el viento fresco contra su pelo cuando aún es de noche. Agradece el canto matutino de los pájaros, las risas ahogadas de las reclutas más novatas preparándose para su primer entrenamiento de la mañana y agradece, sobre todo, haber vuelto a recuperar sus pequeños momentos de desconexión; una canción en la radio, un buen libro entre las manos, un saco de boxeo al que poder golpear o una grata conversación mundana con Yasmine, Dora o Camila. La Madre Superiora quiere colocarla cuanto antes en la plantilla, quizás como entrenadora antes de formar una parte más activa en la orden, preparando y enseñando a las reclutas. No la culpa. Sabe que la confianza tiene que volver a generarse de a poco y que no es un camino de rosas. Ella, por su parte, sufre cada día menos flashes mentales, lo que quiere decir que la terapia con la Doctora Salvius está funcionando porque Reya ocupa un espacio cada vez más reducido, lo que la alivia a sobremanera.

Aún así, todas las mañanas se detiene en las murallas exteriores, apoya los brazos encima y disfruta de las vistas pacíficas que deja Suiza, su clima y sus enormes montañas. Cierra los ojos, respira varias veces muy despacio y cuando sus pulmones se han llenado de aire puro, siente que vuelve a estar en el lugar indicado. En su casa.

Una casa que corre peligro, que está amenazada, que espera totalmente quieta y en silencio a que ella y otras tantas personas den un paso al frente e intenten defenderla. Eso es lo que la tiene realmente nerviosa, eso es lo que la despierta con ataques de pánico y ansiedad, lo que la obliga a saltar de la cama y caminar de un lado para el otro dentro de su habitación. Más que la imagen de Reya, más que lo que vivió al otro lado, más que todos los abusos, los ejercicios de fuerza, el control mental, más que los secretos arraigados, ensombrecidos y oscuros que descubrió.

Más que la pérdida de su fe.

Aunque si es sincera consigo misma, cada vez que mira a sus hermanas a lo lejos, sabe que su verdadera fe nunca estuvo destinada a un Dios, ni a una iglesia, ni a una causa mayor o a un supuesto halo angélico que guiaba las vidas de las mujeres que lo portaban.

Su fe siempre ha estado con sus hermanas.

Aunque cuando ve a Lilith esa mañana, resguardada en una sudadera negra y pareciendo más humana de lo que parecía hace unos meses, ella rueda los ojos y devuelve la mirada a los Alpes suizos porque al mirar a la que un día fue su hermana se le ensombrece la mirada.

Como siempre pasa cuando están juntas, la una se percata de la mirada de la otra y se genera un silencio incómodo que pesa sobre el cielo.

De nuevo, se fija en sus zapatillas. Zapatillas desgastadas, como si las hubiese arrastrado a lo largo de caminatas abruptas y así hubiesen adquirido un aspecto casi feroz e indómito, envejecido y desgastado, lo que significa que Lilith, al igual que ella, ha recorrido un camino que quizás nunca antes pidió pero que le tocó por obra y gracia de quien sea que mueva los hilos de idiotas como ellas. Cuando vuelve a mirar a la joven, advierte que todo lo que la compone parece descarnado, tosco, grueso, incompleto. Vislumbra una franja de la Lilith que conoció hace años, la que ponía la espalda recta ante las figuras más superiores porque seguía temblando como una niña por culpa de unos padres que lo único que habían querido de ella era convertirla en la mejor, en una versión distinta a la que era realmente.

—Hola, Mary—dice, y se apoya también en la muralla.

Utiliza un tono suave que la hace ponerse automáticamente en alerta.

SALMOS 34:14 (SEGUNDA PARTE)Where stories live. Discover now