Para Anthony Bridgerton el sentir no era más que un estorbo.
Después de regresar a casa junto a su familia, Anthony evitó entablar conversación con su hermano menor y se recluyó en la soledad de su despacho por el resto de la velada. Pasó horas allí, inmerso en sus pensamientos, mientras observaba cómo las llamas de la chimenea devoraban la leña, hasta que finalmente sus ojos suplicaron por un merecido descanso. El sabor amargo del whisky aún perduraba en su boca, su cuerpo se sentía exhausto y una palpitante jaqueca martilleaba en su cabeza después de tanto alcohol y papeleo, facturas y trabajo agotador.
Ahora más que nunca sabía que «sentir» era un estorbo, el amor era una distracción innecesaria, un capricho de la vida que solo servía para desviar la atención de asuntos más importantes. Desde joven, había observado cómo el enamoramiento consumía a sus amigos, familia y conocidos, convirtiéndolos en seres irracionales y despistados. No podía entender cómo alguien podía permitir que un sentimiento tan volátil gobernara su existencia.
En su mente racional y calculadora, el amor era un lujo que no podía permitirse. Para Anthony Bridgerton, no había espacio para las emociones tumultuosas ni los corazones vulnerables en su vida. Estaba decidido a mantener el control absoluto sobre sus sentimientos y rechazar cualquier posibilidad -después de lo Siena su corazón pensaba diferente-, de entregarse a un amor que amenazara con desbaratar todo lo que había construido para su familia tras la trágica pérdida de su amado padre. El deber que le incumbía como Vizconde y su responsabilidad hacia los Bridgerton eran su prioridad absoluta; vivía y respiraba por su familia, y eso siempre debía ser así.
