Capítulo XIV

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Pasaron un par de días desde aquella aparición, desde nuestro encuentro

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Pasaron un par de días desde aquella aparición, desde nuestro encuentro. No me atreví a esperarla por un par de noches seguidas, porque me sentía demasiado afligida por provocarle a ella tales dolorosos y melancólicos sentimientos, talvez no fueron lágrimas ¡pero como se les asemejaban!

Esos días en que no me digné a esperar a que dieran las doce para ver su imagen fantasmal, me veía y sentía más descansada; pero también más desanimada. No me importaba el poco descanso que recibiera mi cuerpo con tal de presenciar a aquella dama que, en esos últimos días, se había vuelto tan especial e importante para mí. Sin embargo, y pese a la falta que me hacía, la vergüenza y el orgullo fueron más fuertes, lograron doblegar mi voluntad.

Me resigné a que fuera así, al menos hasta que sintiera mermar ese sentir que rasgaba mi piel.

Durante una mañana, mi rutina fue interrumpida por mi madre. Muy efusiva por algo que yo había olvidado, me dijo que me olvidara de mis clases con mi Lady solo por esa mañana y que me arreglara más adecuadamente porque íbamos con su modista. Aunque algo reticente a aquella idea, hice lo que me fue ordenado. Escogí un vestido más formal, o dicho de mejor forma, Kalantha me ayudó a escoger uno de su guardarropas, uno que se adecuara más a la exigencia de la ocasión; con toda la ostentación de las prendas, igualmente dejé mi cabello ondear con bastante libertad a lo largo y ancho de mi espalda. Cuando bajaba las escaleras, vi también a Kalantha usar las prendas que ella decidió vestir, para causar aún más encanto y sorpresa: un vestido rosado ceñía cada una de sus formas, adornado con flores; y en su cabello inmaculado y atado en un moño, había un sombrero que se asemejaba más a un vergel que al objeto que en verdad era.

Partimos unos minutos más tarde. El camino diferente que tomaba, después de tanto tiempo, le brindó cierta frescura y orden a mis pensamientos, logró acomodar todas las ideas sueltas que tenía. El paisaje urbano era similar, sí, pero atravesamos sitios un poco menos agitados y colmados de gente, aquello permitía una mejor apreciación de los locales y las casas, que eran en esta zona más ostentosos. Se me olvidaba muy a menudo, la época tan avanzada en que nos hallábamos. Hasta los más humildes mercados, en sus entradas podrían presumir pinturas vistosas de colores que unos cien años atrás serían muy caros y difíciles de conseguir, o letreros impresos; aquello era una buena obra de la industria y la tecnología. En no mucho tiempo, llegamos al portón granate de una casa de varios pisos, con un rótulo de color negro y letras beige que decía: «Estudio de costura y sastrería de Madamme Ingred Mathiansen».

Kalantha y mamá parecían conocer a Madamme Mathiansen y a sus empleadas, pues hablaban con ellas de forma amena y vivaz. Yo me limité a actuar de forma respetuosa y taciturna, cumpliendo solamente con las peticiones de mamá y brindando respuesta a los comentarios o cuestiones que se me hacían. No fui capaz de ocultar mi sorpresa cuando en sus bocas, como motivo principal de nuestra visita, estaba mi nombre.

—Súbase a este banco, señorita Elohim, así podremos tomar sus medidas de forma más adecuada —dijo, efusiva, la mujer—. Es un gran adelanto de tiempo, dos meses, pero es necesario, así podremos ponerla a usted a la altura de las musas de tan bella que se verá en su presentación.

—Si me disculpa, me está perdiendo —dije—. ¿De qué presentación me está hablando, Madamme?

—Estamos aquí para que comiencen a elaborar el vestido que usarás en tu presentación en sociedad —contestó mamá, adelantándose de forma magistral a la pregunta que me estaba surgiendo—. Será poco después de que cumplas los dieciséis años.

Reí, nerviosa y algo avergonzada, mientras decía que había olvidado por completo lo próxima que estaba esa fecha. Comentaron pues, Madamme y las otras dos costureras, que no creían que fuera tan olvidadiza a la par que mi madre les comentaba que en verdad era así. Hicieron más preguntas respecto a ello, que mamá contestaba en mi lugar.

—¿Y quién será el caballero que acompañe a esta bellísima señorita? —preguntó, muy curiosa.

—Mi hermano —respondí—. Se lo he comentado desde siempre, espero no intente hacerse el olvidado para evadir esa responsabilidad.

Madamme tomó las medidas de cada una de las partes de mi cuerpo, haciendo que una de sus muchachas anotara todo con hasta milímetros de exactitud. A mitad de la labor de la modista, se inició una plática.

—¿No asistirán ustedes a la ceremonia de la Reina Ozanne? ¡Oh, mi atrevimiento! Seguro que sí —exclamó Madamme—. Olvidé por un segundo cuál era su apellido y su estatus.

—Todo depende de mi esposo. Si no hay ningún inconveniente estoy segura de que asistiremos —explicó mi madre—. ¡Me parece increíble que haya transcurrido ya un año desde la muerte de nuestra reina! ¡Pobre niña!

—Todos rogamos porque nuestro Dios Sol la mantenga de su lado, aseguramos que así será, pero y disculpe lo que diré, ¡aquello es imposible! Todos conocen muy bien las circunstancias de su muerte, que ella misma se la dio. Enaltecen y olvidan su grave pecado al pedir aquello en sus rezos devotos. Pero, ¡Dios quiera no me oigan nadie más que ustedes!

Sentí como todos mis ánimos se disolvían ante su conversación pues hablaba esa mujer de forma tan déspota sobre la muerte desafortunada y misteriosa de esa pobre muchacha. Quizá eran los efectos más humanos de la maldición, o quizá simplemente era un respeto inaudito por ese umbroso tema que yacía en la superficie de mi alma, pero me irritó ver la forma tan despreocupada de comentar esa situación tan delicada.

Quise creer que hice un buen trabajo al disimular mi disgusto, pero en el fondo sabía muy bien que no era así, que aquellas mujeres pudieron ver claramente en mi rostro dibujada la molestia.

Pude retomar mi rutina habitual luego del almuerzo. Cerca de las dos de la tarde, volví a encaminarme como siempre a casa de mi Lady. Me llamó la atención como, poco a poco, las calles comenzaban a llenarse nuevamente de adornitos dorados que representaban la divinidad del Sol al que adorábamos y rendíamos interminable culto. No eran en su honor por lo lejos que nos encontrábamos del solsticio, sino en honor de la fallecida Reina que nombró antes esa mujer. Me ardió en lo más profundo de mi ser lo hipócrita que era mi pueblo, en la intimidad la llamaban «pecadora» o «suicida», mientras que en lo público no dudaban en regalarle sus oraciones.

Pronto, el carruaje se detuvo en frente de la casa blanca de mi maestra, aquella cuyo cercado se extendía hasta la esquina de la calle y que las madreselvas invadían por su fachada hasta dar con un amplio ventanal y un pequeño balcón. Toqué el timbre, que solo espetó un leve murmullo que de algún modo fue audible hasta el interior. La criada acudió a mi llegada y me hizo pasar indicándome que mi Lady me esperaba en el salón junto a otra extravagante visita, cuya identidad no quise revelarme.

Al ingresar al salón, la muchacha de servicio se alejó de forma condescendiente. En los finos muebles de ébano y en los almohadones aterciopelados de los mismos descansaban tres personas: Lady Daciana, Laurent y un hombre desconocido para mí. Ellos se sumergían en una plática agradable, pero se detuvieron al verme llegar y me dedicaron una mirada de sorpresa y calidez.

—¡Elohim, que gusto y que oportuno que estés aquí! —exclamó la anciana hechicera, poniéndose de pie y yéndome a buscar hasta el quicio de la puerta—. Octavius, ella es mi alumna, la jovencita de la que tanto te he hablado.

Aquel hombre se puso de pie igualmente en un acto de plena cortesía. Era apenas más alto que yo, y eso que mi estatura no era para nada excepcional. Una galera del mismo color de su vestimenta oscurecía su rostro y su mirar, y aun con eso pude distinguir las iris esmeraldas, ese color de piedra preciosa y de mortíferos venenos, que él poseía. Me recordó a mí misma, aunque el color en sus ojos eran sin dudas más exquisito y vibrante, aunque sea un matiz similar teníamos. Me extendió su mano derecha. Pude notar que sus dedos se adornaban con varios anillos de formas y colores extravagantes.

—Es un gusto conocerle, señor…

—El gusto es mío, señorita —se adelantó él—. Mi hijo y tu maestra me han hablado un poco de ti.

Abrí mis ojos, que parecieron desorbitarse, en un gesto de genuina sorpresa. Él era Octavius Drábek, el padre de Laurent… Lo miré a él de pies a cabeza, luego hice lo mismo con su hijo. No encontré algún parecido entre ambos que denotara parentesco. El señor Octavius era algo bajo y fornido, mientras que Laurent era esbelto y muy alto; ni color de ojos o tono de piel; ni facciones que se asemejaran; ni siquiera dos alas majestuosas en la espalda que indicaran que él también era un alado.

—¿Es usted el padre de Laurent? ¿Octavius Drábek? —cuestioné para eliminar o confirmar cada cuestión que comenzó a suscitarse en mi cabeza.

—El mismo, en carne y hueso.

No me atreví a decir que no se parecían y que no lo hubiera notado sin su comentario.

—Eres indiscreta, Elohim, incapaz de que tus emociones e impresiones no sean legibles en tu rostro —pronunció Lady Daciana—. Octavius y Laurent son padre e hijo no por sangre, sino por un lazo externo más fuerte que sólo el carmesí que recorre nuestras venas —explicó.

¡Oh, con que así era! En el momento en que mi Lady lo mencionó, no llegué a imaginar que podría ser Laurent hijo adoptivo de aquel hechicero.

—Lamento esta incómoda situación, Lord Octavius —dije avergonzada, mientras esquivava la mirada algo incriminatoria de Laurent.

—Descuide, señorita, comprendo su confusión. Es más que admisible —dijo él con una leve sonrisa que sus labios secos formaban—. ¿Elohim? ¿Ese es su nombre? —preguntó con apremiada curiosidad.

—Oh, por mi Dios… También es un grave error mío no presentarme cuando es debido —pronuncié, aún más sonrojada por la vergüenza repentina, ya no solo por la confusión anterior, sino por ese significativo olvido. El hombre y mi Lady no tuvieron el decoro de guardar una leve carcajada—. Es un placer conocerle, Lord Octavius, mi nombre es Elohim Van Svendsen.

Fue entonces cuando su afable carácter se vio deformado: se desfiguraron sus facciones llenas de asombro e incredulidad. Pareció congelarse, sus músculos se tensaron igual que su temple. Sus ojos esmeralda querían salirse de sus cuencas. Pronto una leve capa de sudor comenzó a cubrir su rostro y lo obligó a sacarse la galera. Pareció confundido, incrédulo… hasta aterrado. Pareció que hubo visto a un muerto o en su defecto, a la muerte misma en persona.

No pasó desapercibida por nadie su reacción por algo tan inofensivo como mi nombre.

—¿Está todo bien, papá? —preguntó Laurent.

Con las manos de su hijo sobre sus hombros, él pudo salir de su trance.

—Oh, sí, solo… Aquel apellido me suena del gremio textil de Idalia, ¿no es así? —cuestionó, como excusa, con voz trémula y una pausa en cada sílaba.

—Sí, así es —confirmé.

—¿Qué hace una jovencita de tal acaudalada familia y de tal legado por mantener entre este grupo de hechiceros? —Su voz estaba casi ahogada.

—Lo mismo me cuestioné yo cuando una carta del señor Joseph Van Svendsen llegó a mi puerta ofreciendo una considerable cantidad para ser la mentora de su última hija —dijo Lady Daciana, irrumpiendo en nuestro diálogo.

—Es una… respuesta difícil de dar —contesté.

Pronto, Laurent le pidió a su padre que salieran a tomar algo de aire y, a pesar de su inicial resistencia a ello, lo hicieron. El joven alado buscaba calmar la alborotada cabeza de su padre en el jardín frontal, con todo y el frío aire que azotaba por la inminencia del invierno. Desde la ventana del salón observé como, cada tanto, el señor Octavius volvía la mirada hacia la sala que abandonaron en búsqueda de la causante de su angustia, es decir, yo. Un manto de tristeza parecía reemplazar a su galera en el acto de ensombrecer su mirada.

Mil preguntas me surgieron, pero por más que yo deseara no tenía forma de darles respuesta.

Unos minutos transcurrieron, intercambiaron un par de palabras, y Laurent volvió al interior de la casa, al salón en donde mi Lady y yo esperábamos.

—Mi padre insiste en que usted ya ha sido demasiado benevolente con nosotros, mi Lady —dijo, con bastante lástima—. Ha salido a buscar un carruaje para llevarnos a la casa que ha rentado. ¿Le molesta si voy a buscar mi maleta a la habitación?

Lady Daciana llamó a una criada para que le ayudase a su, hasta ese instante, huésped en todo lo que pudiera requerir. Yo, curiosa y apenada, me acerqué a él cuando salió de la que había sido su habitación luego de unos minutos.

—¿Está bien su padre, Joven Laurent? —le pregunté.

—Oh, sí. Es eso lo que él es un poco… fácil de alterar. Nada serio. De verdad, no sé preocupe, señorita Elohim.

Me vi tentada a preguntar más, pero por su titubear —algo que jamás presencié en su discurso— y sus oraciones cortas entendí que no deseaba hablar. Miré el dormitorio. Era pequeño pero muy cómodo, con unas ventanas que dejaban visible la parte más gloriosa del jardín. Las paredes totalmente blancas también le daban un toque fresco e iluminado, contrastaba bien con el oscuro marrón de los muebles.

—¿Volveré a verle? —pregunté, después de unos segundos en completo silencio, mientras esbozada en mis labios una sonrisa.

—Es probable —murmuró, de forma muy seca—. Si me disculpa, ya debo irme.

Vi a Laurent esperar, junto a mi Lady, frente a la puerta de reja de la propiedad al carruaje en que venía Lord Octavius, para luego marcharse y perderse por completo de mi vista.


Vi a Laurent esperar, junto a mi Lady, frente a la puerta de reja de la propiedad al carruaje en que venía Lord Octavius, para luego marcharse y perderse por completo de mi vista

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He aquí un par de imágenes de Kalantha y la madre de Elohim (aclaro, que es un concepto nada más y que puedes imaginarte a los personajes como gustes):

He aquí un par de imágenes de Kalantha y la madre de Elohim (aclaro, que es un concepto nada más y que puedes imaginarte a los personajes como gustes):

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Kalantha


Desde el plano de la muerteWhere stories live. Discover now