Capítulo XXXV

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El ruido de la batalla cesó

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El ruido de la batalla cesó. Dejaron de escucharse los disparos, los gritos y esos golpes inhumanos, que liberaban tanta energía que la tierra bajo ellos temblaba.

Fue un término repentino, pasó de oír el caos con la misma ferocidad de un rugido a no oír nada más que el silbido del viento. Era aquella calma inaudita, la que poseen esos lugares donde azotó una tragedia, que se mantienen callados porque ya no hay quien produzca señal alguna de vida o resiliencia.

El tiempo transcurrió, eso lo sabía, aunque no pudiera adivinar con exactitud los minutos o segundos. Aquel ínfimo agujero que le permitía algo de luz, entonces apenas filtraba un hilo resplandeciente de un naranja artificial. Eran las lámparas de gas que recorrían la cuadra. Había anochecido, la temperatura descendió al punto que comenzó a tiritar, preso en esa jaula espinada que lo tenía arrinconado contra la nieve. A pesar de las condiciones, reconocía que tuvo suerte. Los guardias creyeron que él estaba muerto y sin más, se marcharon. Sólo le carcomía en el alma la inquietud: no tenía idea si la hechicera había escapado o si había perecido.

De entre aquel silencio fúnebre, el eco de varias pisadas logró ponerlo en alerta, algunas voces indistintas también le acompañaban. Se acercaban cada vez. Fue un alivio cuando de la disonancia logró reconocer una voz, profunda y familiar, cargada de preocupación

—¡Laurent no está! —exclamó Lord Octavius—. ¡Esos malditos se lo han llevado, tienen a mi hijo!

Su garganta estaba seca, tanto que el lánguido hecho de respirar le ardía. Sin embargo, su oportunidad se hallaba en ignorar el dolor y gritar con todas sus fuerzas.

—¡Padre!

Aquel llamado inusual de un montículo de ramas entrecruzadas fue correspondido presurosamente. Lord Octavius no logró adivinar que estas habían sido invocadas con magia, o si lo había hecho, no le dio la merecida importancia. Se armó con un hacha y cual si fuera leña que debiera cortar, golpeó las raíces. Impacto tras impacto, con una fuerza que por un instante él mismo dudó tener, hasta que logró romper a la mitad cada raíz y ver en el interior a su hijo, vivo, sin más heridas que el frío intolerable que le calaba los huesos.

Octavius lo levantó y abrazó con fuerza. No era un hombre que se expresara con palabras, Laurent lo sabía, era duro y bastante asertivo, solo en momentos así lograba confirmar si lo que el hombre sentía hacia él era algo más que un falso sentido de deber. De verdad, le estimaba: lo llamaba su hijo y se preocupaba por él, por su bienestar. En su pecho avivaron las ganas de acurrucarse y sollozar como un niño, pero había logrado contenerse.

Su padre, unos segundos después, soltó a su hijo y le dedicó una mirada que reflejaba solo un alivio inmenso. Él se despojó de una abrigada capa negra, con piel en la zona del cuello para decorarla y con ésta, envolvió y abriló al alado.

—Es hora de la retirada —avisó el hechicero líder con voz firme—. No podemos fiarnos de que la reina nos dejará vivos una vez más…

Laurent lo escuchó con sumo detenimiento, recordó así todo lo que pasó antes de que raíces lo tomarán prisionero de la naturaleza. Antes de preguntarse, de todos sus errores, cuál debía confesar primero, llegó a su mente el nombre de su mentora. Se vio tentado a preguntarle.

—¿Y Lady Daciana? —su voz estaba áspera, ronca. Pero aún con eso, Lord Octavius le dio una respuesta.

—También está viva, aunque tememos que no lo esté por mucho tiempo más. —Vio el ceño del chico fruncirse en señal de su necesidad por una explicación más detallada y profunda. En su lugar, solo dijo—: Cuando estemos en la mazmorra, podrás verla.

El camino subterráneo fue tortuoso. Cada escalera y cada esquina se volvía más difícil de cruzar con el tiempo, se dio cuenta de que se estaba agotando. Por otro lado, su conciencia comenzó a carcomerse.

Talvez no hubieran atacado a Lady Daciana, no de esa manera tan despiadada, de no haber sido por él. Laurent disparó primero. Si los soldados o Morana esperaban una mínima provocación para desplegar todas sus fuerzas, la culpa recaía en él; si llegó a tener oportunidad alguna de escapar, al no tomarla, la culpa de haber terminado atrapado congelándose, recaía en él; su mente era cruel consigo mismo, donde sea que mirara y cual fuera el escenario que se planteara, tenía al menos un ápice de culpa.

Cuando llegaron al sanatorio, le recibió un lugar junto al fuego, con otras personas que estaban refugiadas. El paso de ser un curandero, y entonces haber necesitado ayuda de otra persona para beber y arrinconarse a un costado de la fogata, solo logró afligirlo más. Ni siquiera el calor consiguió nublar su mente y apagar por un instante sus pensamientos lastimosos. Su padre, al verlo a salvo y con aparente tranquilidad, estuvo obligado a dejarlo.

Le dio una explicación, una que provocó un asombroso estupor en la sala: Lady Daciana estaba herida, varios golpes superficiales, nada que implicara gravedad. Se enfrentaban a algo muchísimo peor y quizá, si los dioses los bendecían, cualesquiera que fueran, él podría salvarla.

La espera fue igual de insoportable. Recostado contra la pared de piedra y arropado con la capa de su padre, comenzó a dormitar. Cerraba sus ojos a un ritmo lento, embelesado con el movimiento salvaje pero contenido de las llamas. El ambiente estaba quieto en el exterior, pero colmado de una profunda congoja. La ausencia de ruido alguno y el cansancio psicológico que se había infligido a sí mismo parecían arrullarlo como una canción de cuna. A veces recordaba, o intentaba hacerlo… no tenía memoria de alguna, al menos fácil de hallar entre la maraña que se convertía su propia cabeza en ocasiones, de una voz arrullándole.

Cuando Lord Octavius lo tomó bajo su protección, lo adoptó en palabras menos formales y más certeras, él ya tenía cinco años; talvez durante el primer año recibió ese tipo de cuidados. Deseaba pensar eso, pero terminaba dándose de frente con la realidad: su padre era un hombre que demostraba poco afecto físico o verbal, no porque no lo sintiera, simplemente esos eran sus modos. Se atrevía a asegurar, por su propio bienestar, que seguramente su madre o su padre en Faelynn, o quien sea que le cuidara, le cantó alguna vez.

¿O talvez en Faelynn no existía cosa como las canciones de cuna? La verdad, la única que conocía, era que no sabía nada de su tierra natal. No conocía su cultura, su gente, sus filosofías de vida, sus trabajos o sus pesares, ¿Era correcto decir que luchaba por Faelynn, como lo hacía?

Luchaba, al final, por algo desconocido.

Después de un tiempo, que le fue imposible determinar si se trató de un parpadeo o de una siesta de largos minutos, horas inclusive, su padre lo despertó. Estaba angustiado.

—¿Qué ocurre? —preguntó el joven, entre bostezos.

—No queda más que podamos hacer para salvarla —confesó—. El líquido negro ya circula por sus venas, es solo cuestión de tiempo, si somos afortunados pueden ser semanas, para que infecte todo su cuerpo y ella, inevitablemente, muera. Lo he visto. Lo sé.

Laurent miró a su padre con estupefacción. No entendía la irregularidad de los acontecimientos: primero creyó que su mentora falleció luchando, luego la esperanza arribó para largarse en menos de un instante. Sintió su respiración agitarse con brusquedad, sumado a una presión inquietante en el pecho.

Sin esperar que su interlocutor continuara con su relato, se puso de pie y corrió en dirección a las celdas donde acomodaban a los heridos. Vio dormidos profundamente a los hombres que él mismo había atendido en la mañana. Le sorprendió la calma que rodeaba el sanatorio, en comparación a su incontenible angustia.

En un camastro, maltrecho como todos los demás, cubierta por sábanas gruesas de lana, estaba ella, inconsciente. Veía su cabello blanco y su piel oscura, colmada de arrugas, le pasó por la cabeza la idea de que, talvez, esos rasgos marcados y prematuros de vejez, eran paradójicamente una señal de que debía morir, de que su tiempo se había acortado. Se maldijo una vez que el pensamiento le cruzó como una bala en campo abierto. La miró y sintió su corazón estrujarse con más fuerza. Después de todo, él la admiraba, la respetaba. ¿Era normal sentirse tan apesadumbrado?

A sus espaldas, le seguía Lord Octavius.

—¿Estás seguro de lo que dices? ¿Qué ya no hay más en nuestras manos que podamos hacer para salvar su vida? —Le miró con severidad, sin palabras pudo exigirle que se abriera y le confiara la verdad inminente del caso.

—Cuando en tu memoria está grabada de forma tan vívida una tragedia, y la ves repetirse es… tan terrorífico como innegable.

—¿Cómo ocurrió en ese entonces? Te he escuchado decirlo, casi como si fuera un galardón, que te enfrentaste a Morana en tu pasado, que has visto lo que puede hacer… ¿Cómo? —Laurent, esa vez, no estaba dispuesto a permitir que dejara el asunto inconcluso.

—Antes de conocerte, muchos años antes, cometí errores. A veces pienso que estaba destinado a cometerlos, era un ambiente próspero para los mismos…

—¿Qué errores?

—Magia oscura, mis padres la practicaron, sus padres también y decenas de generaciones antes. No lo justifica —reiteró, se mostraba arrepentido de sus actos—. Detuve el ciclo muy tarde, las consecuencias fueron entonces inevitables…

Él comenzaba a ahogarse con sus propias palabras, acumuladas y rebosantes en su pecho. Verlo titubear, contener el llanto era tan extraño que Laurent sintió como la piel se le erizó por los nervios.

—El fruto de siglos de malas acciones sobre mis hombros fue cosechado cuando creía ser feliz. Mi deuda era la muerte, o la vida, sigo sin entenderlo correctamente. Le quité muchas vidas a los dioses y ellos me enviaron a Morana para cobrar su deuda. Se llevó a las dos personas que conformaban mi vida, que eran el único objeto de mi amor… En retrospectiva, parece que fue benevolente.

—¿Ella las mató de esta forma? ¿A tu esposa y a tu hija?

Él no respondió con palabras, su mirada perdida dijo todo lo que quedaba por decir, reflejaba todo el dolor y el arrepentimiento que guardaba.

—Y seguirá asesinando, de la misma manera o de otras más brutales, si no actuamos con rapidez para detenerla —concluía su confesión con unas palabras que animaron a su hijo, y lo instaron a la acción.

El hombre caminó hacia una cajonera vieja, esta se caía a pedazos pero era aún utilizada. Era un objeto más que reflejaba, por fuera, su miseria y desesperación. Octavius sacó un pergamino envuelto con una cinta púrpura.

—Ya no podemos prolongar la espera, Faelynn e Idalia, y quizá el resto del mundo, verán su ocaso si dejamos a Morana conservar más tiempo el poder en la corona.

Con una daga, él cortó la cinta, que cayó al suelo con lentitud, como si bailara en el aire regocijándose de su belleza antes de caer. A la luz de las velas el contenido era claro: un mapa de todo el país de Idalia, Faelynn incluido con sus pequeños asentamientos. Estaba trazado a mano, con tinta espesa, podía olfatearla aún. Y con tinta roja se marcaba un camino, aledaño al camino Real para acceder al Bosque desde su capital, lo suficientemente recluido como para notar, en su poca experiencia como cartógrafo, que era un sendero oculto.

Desde el plano de la muerteWhere stories live. Discover now