Capítulo XXXIX

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Hay momentos en que todo pasa como un breve vistazo, como si fueras ajeno a ti mismo, de pronto despiertas de un sueño agitado y te encuentras en un punto en el que ya no puedes retroceder

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Hay momentos en que todo pasa como un breve vistazo, como si fueras ajeno a ti mismo, de pronto despiertas de un sueño agitado y te encuentras en un punto en el que ya no puedes retroceder. Ese, para mí, fue uno de esos momentos irrepetibles.

Recuerdo poco de ese lapso de casi tres horas. Sé que pasé minutos tirada en la nieve, el frío calaba mis huesos, hasta que tuve una epifanía: ella iba a buscarme, a acabar conmigo si su veneno no lo hacía antes, y tenía personas a las que no podía arriesgar. Debí huir, lejos, donde ella no se atreviera adentrarse. Faelynn era ese lugar ideal.

Y en seguida tuve una nueva revelación: no podía esperar a Laurent, lo pondría en peligro de muerte a él. Aunque viajásemos al bosque, aún teníamos trayecto que recorrer en Idalia. En ese espacio, tierra de Morana y de nadie a la vez, podría atacarnos o encomendar a sus soldados a capturarnos.

Reparé en sacarme el vestido, tuve tanta prisa que seguramente me hubiera marchado con este puesto, lo cambié por ropa de lana y una capa oscura. Tomé las pertenencias que empaqué para mi escape, guardadas en un bolso de cuero; éstas se reducían a un cuchillo de carne como arma, unas velas, la nota con el símbolo de Faelynn y, cosa que me negué a dejar, el libro de magia que una hermosa hechicera me obsequió hace una década. En general me llevé cualquier objeto que me relacionara con lo mágico. Tomé el mapa que Laurent me confió, el argumentó que sería más fácil para mí ocultarlo y guardarlo hasta nuestra partida que para él, solo, en las calles de Elisea. Me subí en la yegua, Caramelo, y comenzamos a avanzar.

Ella galopó sin cesar, no jalé las riendas para detenernos sino hasta que me aseguré de que estábamos lejos de la civilización. No iba por los caminos reales, algún control militar podría detenerme y no tenía ideada una excusa ni documentos falsos que pudiera utilizar. Además, ese no era el camino que indicaba el mapa. Las personas decían que la mano humana se había impuesto por sobre la naturaleza, que la habíamos dominado, pero esos lugares tan oscuros y tan inhóspitos lograban poner en tela de duda dicha gloriosa afirmación. Allí, rodeada de árboles cuyas ramas peladas estaban cubiertas de nieve, cuando el velo negro de la noche me aseguraba que nadie me reconocería para atraparme, me detuve.

Mi corcel debía descansar un poco y yo necesitaba aclarar mis ideas, tantas que tenía y tan poco las había analizado. Todo lo hice en un arrebato de locura, de esa mezclada con rabia que invade cada vena, invoca a la adrenalina y hace delirar. Consideré que volver era una buena opción. Ya había hecho el ridículo lo suficiente, mi intento absurdo de escape no era nada.

—No puedo —me dije a mí misma.

Morana se había llevado el alma, de por sí ya condenada y falsamente castigada, de Anne. No le bastó estrangularla, no, tenía que llevársela para sufrir quién sabe qué penurias y desgracias en el infierno. No dudaba de la maldad de la reina, dudaba de lo que yo misma pudiera hacer por Anne. ¿En mis manos residía alguna posibilidad de salvarla, de regresarla a ese limbo entre la vida y la muerte en que vagaba? Comparado con el lugar al que fue arrastrada, sin dudas era mejor vagar errantemente por el resto de la eternidad, pero no era ni de lejos una salvación.

Lo único que se vislumbraba, lejos, en el horizonte, como una posibilidad para hacer algo por ella era cumplir con lo que comenzó. Idalia se tambaleaba ante un mal gobierno y una guerra que talvez no podrían ganar; Faleynn aún se rendía ante el yugo de otra nación. No eran un pueblo de guerreros, sino uno de esclavos que apenas alzaban la voz para reclamar su soberanía. Ella quería brindar ambas cosas: paz y libertad. Lo hizo, de hecho, pero la asesinaron antes de poder hacer públicas las declaraciones. Quedaron, pues, solo unos treinta testigos: los miembros de cada corte, el guardia que fue su aliado, los escribanos y recientemente alguien más, yo.

Si aún, de todas esas personas, ninguna movía un dedo para hacer realidad un pacto de verdadera alianza entre Idalia y Faelynn, nada me detenía a mí de hacerlo.

A veces olvidaba que Morana no sólo quería Faelynn, quería el corazón de Gea y temí, que en ese caso, no tuviera posibilidad alguna de protegerlo. No era un Dios, no, era su fuente más pura de poder mágico, el porqué se asentaban ahí y no a miles de kilómetros al oeste donde lo mágico reinaba. Protegerla, la mas grande reliquia que se ha visto, era deber de su pueblo. El mío era llegar hasta Eirys, decir lo que sabía y talvez ayudar en todo cuanto estuviera en mis manos. Ese se volvió mi plan, mi blasón durante los días de viaje.

Me interné más profundamente en el bosque, llegué a un lugar donde las sombras de los árboles no impedían el paso de luz de la luna y el firmamento mismo. Era un lago, un lago congelado. Pequeño, en realidad, podría considerarse incluso un estanque de agua que tuvo la mala fortuna de verse convertida en hielo. Me acerqué, podía reflejarme en él a la perfección, como si se tratara de un espejo.

Ahí me di cuenta de que seguía maquillada y peinada, no me tomé el tiempo de quitar de mi persona esas ostentaciones. Me deshice el moño del cabello y con la capa me quité lo que tuviera en la cara, sombras, polvos, todo quedó impregnado en la tela. La zozobra que genera el silencio absoluto finalmente mermó, el ulular lejano de un búho era el único sonido además del de mis pasos, nada que indicara peligro. Debía estar alerta, al final éramos invasores en medio de tierras silvestres, éramos presas para lobos o algún otro depredador.

Seguía inmersa en el reflejo. Había cambiado mi ropa, pero seguía viéndome igual. Seguro la guardia civil, en cuanto alguien se diera cuenta de mi desaparición, sería avisada y enviada en mi búsqueda. Con todo y el escándalo que mi hermano y yo provocamos. Mi apellido seguía siendo Van Svendsen, por mucho que la sangre no compaginara. Aún parecía la niña acaudalada que siempre fui, me encontrarían por ese aspecto delicado y por otras particularidades: piel morena, no tostada del trabajo en el sol, sino de un tono suave y sonrosado naturalmente; largo y rebelde cabello negro, que llegaba hasta la espalda baja; ojos de un verde opaco que a veces podía confundirse con café. Ah, y el caballo purasangre que montaba.

Lo único que podía cambiar en ese instante era mi cabello. Una brisa helada lo movía, ondeaba en el aire como bailando. Lo tomé con determinación, un mechón grueso, la mitad de todo el espesor de mi cabellera. Tomé el cuchillo de cocina que traje conmigo, lo empuñé y pronto cada hebra, inerte, cayó hasta el suelo. Hice lo mismo con el resto, el lado izquierdo quedó más alto que el derecho, pero al menos ya no entraba en la descripción que tuviera una larga cabellera. Quedó por encima de los hombros.

Era de madrugada. Para que amaneciera y, con el calor iniciara el deshielo, faltaba mucho. Sin embargo, hincada al borde de ese estanque, me di cuenta de cuan agotada estaba. El ajetreo de la fiesta, la revelación y la huida, comenzaban a afectarme. Quizá lo mejor era avanzar, si quería cubrir más terreno, mas mi estado de somnolencia y de perpetua conmoción no era el más óptimo para viajar. Así que até a Caramelo a un trono y me recosté junto a ella. Solo una capa y la ropa más caliente que pude encontrar me servían de abrigo. No sabía cómo encender un fuego, ni cómo leer un mapa. Estaba jodida. Temblé y tirité hasta que que me quedé dormida con el cuchillo empuñado entre mis dedos.

Cuando desperté, el sol ardiente quemaba mis ojos, este apenas se estaba filtrando desde el horizonte. Dormí dos o tres horas, y eso es decir mucho. Aunque apenas comenzaba a calentar el día, el deshielo ya había comenzado. Del pequeño lago, no tan cristalino como pudiera esperarse, saqué con mis manos un poco del agua encharcada para beber. No llevé agua conmigo. No era una superviviente nata, eso estaba claro.

También me lavé un poco la cara antes de subirme al caballo y partir. Debía ir hacia oriente, de donde ilumina mi astro rey y dios, y luego desviarme al sur si deseaba llegar a Faelynn. Podía ir al sur directamente, pero el bosque se volvía menos espeso y temía toparme con un camino transitado. Ir cerca de lo inhabitable era, para mí, lo más acertado.

Fueron horas y horas sobre Caramelo. Me dolían las piernas y eso que no había ni caminado. A veces la hacía ir a galope, cuando sentía que el oscuro de los árboles comenzaba a aprisionarnos; por lo general el paso era lento. No quería matar a mi única compañera de sobreesfuerzo.

—¿Cómo…?

Solo un vasto paisaje, de intensa blancura y frialdad temible, se alzaba ante mí, quería perderme entre sus fauces. Después de todo ese tiempo, comencé a perder el sentido. Galopé recto, sin jamás detenerme o voltear y terminé en una carretera adoquinado. En casi cuatrocientos años de historia, Idalia se galardonaba con tener carreteras óptimas para viajar desde cualquier punto de su patria. Eran los caminos que tanto estuve evitando.

Desde el plano de la muerteWhere stories live. Discover now