Parte III. Mientras, en Vaybora... Capítulo 1.

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Vorste.

Todo en Vaybora le molestaba. Las calles angostas, las casas quejumbrosas, los olores desagradables que te asaltaban en cualquier esquina. El polvo que se levantaba con el candente hálito salobre o el molesto fango de las zanjas. Cada paso que daba en ese maldito lugar daba tintes más oscuros a su prisma. Solo en las orillas, a la vista del océano que se perdía en el horizonte, menguaba un poco la sensación de que el mundo se había reducido a eso, a decadencia y ruinas; ahí, ante las olas, tal pareciera que podía haber algo más que tonos de grises en el condenado Imperiae.

Pero ahora no estaba en la costa, sino en el extremo contrario de aquel pueblo tan grande para ser considerado ciudad, pero tan miserable como para que el denomina denominativo le quedase grande. Estaba en los límites habitados, y el granero que dejaba a sus espaldas lo último que arrojaba eran luces, tanto a su humor como a la situación en la que estaba envuelto.

En vez de encaminarse hacia donde se recortaban las figuras de sus hombres, se desvió y se detuvo a distancia, lejos de todo por unos instantes. Echó una última mirada al paisaje: al ridículo granero, que trataba de camuflar su doble función de almacén y guarida clandestina, y a las colinas pelonas circundantes. Hasta a sus manosdehierro y su ayudante lanzó miradas de reojo; permanecían mudos e inmóviles en sus caballos aguardando por él

Maldita Vaybora...

Sacó un pitillo de patadón del bolsillo del chaleco, ya empezado, y con rápido movimiento de dedos lo prendió. Aún se sentía oxidado al invocar sus poderes, así fuesen para un truco como ese. La prisión de Barassena había cobrado más que años en él.

Aspiró y soltó el aire, la mirada fija en las siluetas de los arrabales. Todo parecía un maldito arrabal en Vaybora. Y pensar que un día propuso a Renea huir a ese lugar de la geografía, tan distante y esperanzador veinte años atrás: Vaybora, una ruta lejana, ajena a guerreros imperiales, a alquimistas, al Unificador Ialend de Praventhea...

Se terminó maquinalmente el pitillo y enfiló hacia sus hombres sin más delación.

-Señor, ¿pudo averiguar algo? -preguntó con tacto Ineu, su ayudante, cuando estuvo junto a ellos.

-Ha sido en vano -montó su zaíno. -Un mes en esta pestilente marisma para nada. Vámonos -gruñó antes de espolear al animal.

Ineu seguro moría por preguntar si la empresa había sido en vano porque no pudiera sacarle nada al tal Frimke, o porque el tipo de verdad no sabía ni pío de la guerrera imperial, o si al menos había dado con él para empezar. Pero de veras no quería hablar de ello ahora.

-Señor, ha llegado un mensaje del Gran Archimaestre -Ineu cabalgaba a su lado.

Escucharlo referirse al líder de la Bástida y sus mensajes no mejoraba su humor.

-¿Cuándo? -clavó la mirada en él. En las manos, Ineu solo llevaba las bridas.

-Mientras estaba ahí dentro... -dijo del granero.

-¿Y ahora es que me lo dices? Dámelo de una vez.

-Señor, traía un sello. Lo dejamos en la Casa. Segvel vino a avisar... -se explicó Ineu.

Un sello. Eso significaba que solo lo podía abrir él, Vorsternel de Allevand.

Para llegar a la Casa de Gobierno de Vaybora, un cajón inmerecedor de tal nombre y donde Ileah, el Gran Archimaestre de la Bástida, le había hecho alojarse, había que atravesar media urbe desde aquel apartado granero. Así que su numerosa escolta se colocó cubriendo los francos, el frente y la retaguardia. Aunque pocas cosas en la ciudad podían suponer un peligro para él, no estaba de más mostrar que sus hombres sabían lo que hacían y que meterse con ellos era mala idea. Y porque seguía contándole más de lo normal ejecutar los hechizos más rutinarios.

Atravesaron una docena de callejas sin mayor espaviento que lo usual: huidizas sombras encapuchadas, el apagado latir de una magia que desaparecía al aproximarse, algunas miradas insolentes...

Cuando se abrían paso en uno de los callejones próximos a la Casa del Gobierno, se cruzaron con otra partida de manosdehierro. A sus monturas se ataban largas cadenas que llevaban a dos hombres y dos mujeres de aspecto maltratado. La belladita en los grilletes de manos y pies eran imposibles de pasar por alto.

-Míralos bien, Ineu.

-Trógafos... -susurró el joven, como si hablase consigo mismo.

-Trógafos -asintió. -Desgarran el vientre de las madres encintas para comerse a los fetos. También son magis, y unos asesinos. Un horror sin nombre que debe ser erradicado. -Esperó unos instantes a que Ineu absorbiera las palabras. -Poner coto a su magia con los Edictos de los baatisitas es lo correcto. La Bástida puede cometer errores, pero su propósito es noble. Y justo -subrayó, bamboleándose al compás del paso del zaíno.

Le quedó el sabor que lo decía más para sí mismo que para el joven.

La última guerrera.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora