Interludio. Veinte años atrás, Nadiva... (continuación).

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-¡Maldita bruja, detente! -gimió el jefe de la banda, derrengado entre las raíces nudosas de un árbol.

El caballo le había reventado una mano de un pisotón.

Nadiva no respondió. Había recuperado el puñal y cortaba sus ligaduras.

Una vez libre, fue hasta el caballo poseído, que aplastaba con saña la cabeza del barquero. Le atrajo y comenzó a pasarle la mano por el cuello, el belfo, las crines, siempre susurrando. La bestia la olisqueó, soltó un bufido. Ambos estaban cansados: él por ceder a la magia y ella por hechizarlo.

-¡No me dejes aquí! ¡Ayúdame! ¡Hay bandas rivales! -gemía el bandido.

Ella lo siguió ignorando. Iba de cuerpo en cuerpo, asegurándose que todos estaban muertos. De paso, revisaba bolsillos y recogía sus pertenencias, todavía enfurecida. Mucho había andado bajo el temporal y el sol calcinante, con hambre y frío, para venir a perder al posiblemente único dragón del mundo, y todo por culpa de un puñado de rateros.

-¡Ayúdame, bruja! ¡Haré lo que me pidas! ¡Lo que sea! -el hombre lloraba de dolor.

Nadiva se detuvo ante él. Estuvo unos instantes así, erguida, la daga en una mano y el vestido manchado de sangre, como si se lo pensara.

-¿Vas a... matarme? -la voz de bajo que tanto la amenazara se volvió un hilillo quejumbroso al verla agacharse y recoger el sable, inútil para él.

-Si vuelves a llamarme bruja te saco los intestinos y te los pongo de collar, para que me llames así con razón -gruñó pegándole el filo del arma en la garganta. -Voy a revisar tu mano, pero si te mueves siquiera te corto el cuello, ¿comprendes?

El hombre, al borde del desmayo, asintió rápidamente. Ella examinó sin ascos el amasijo rojizo de carne, tendones y huesos astillados en que se había convertido el miembro.

-Quédate quieto. Toma, muérdelo. -y le dio un pedazo de rama antes de fruncir el ceño en gesto de concentración y volver a susurrar palabras en una lengua desconocida.
Y al bandido todo se le oscureció.

Cuando el ratero despertó del desmayo, estaba atado por las muñecas. Un retazo del vestido hacía de venda a su desguazo de mano.

-Tú magia... nunca he visto nada igual... -jadeó. Aún el dolor le crispaba. -Y eso que conozco a varias curanderas.

-Las curanderas también sanan así si les pagas bien -respondió ella de mala gana mientras aseguraba la montura del caballo -Y cállate. No estoy de humor para pláticas.

-Pero dominaste al caballo... Lo hechizaste. Las curanderas no hacen eso... -balbuceó antes de volver a perder el sentido.

-¿Qué harás conmigo después? -preguntó Rako, el bandido.

Amarrado al caballo, Nadiva le había obligado a caminar diez pasos por delante. Llevaban andado así dos días.

-Después que me saques a salvo de los valles del Saramawkaan te liberaré.

Él guardó silencio un instante, pensativo.

-Puedo servirte de ayudante, al menos un tiempo. Y por unas monedas, claro.

Se le había metido en la cabeza que ella era una magi-morgana, o al menos algo muy parecido. Y como se decía que las morganas siempre necesitaron ayudantes para dominar las grandes bestias...

Un siglo había pasado desde la última vez que un dragón surcó los cielos, o una morgana desandó las tierras. Nadiva lo sabía bien, así que no era de extrañar que la línea entre la fantasía y la verdad se borrara. Pero no tenía sentido explicarle eso al prisionero.

La última guerrera.Where stories live. Discover now