Capítulo 16

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Bloque 3: Yvonne (1917)

Por primera vez en años encontraba una noticia interesante que leer, una de tal impacto social que me sorprendió su falta de censura. Había regresado de trabajar de la fábrica textil del pueblo de Traissée, uno localizado a treinta kilómetros de Cholimar. Vivía con un par de compañeras, todas ellas hermanas, las cuales había conocido cosiendo etiquetas de uniformes y rellenando cascos militares. A un par de cuadras antes de llegar con ellas, una niña, de tal vez unos ocho años, vendía periódicos del día once de mayo. Le compré uno preguntándole sobre su familia, a lo cual respondió que su hermano mayor y su padre estaban de servicio. Le aseguré que volverían a salvo, y que si amaba estudiar sólo tenía que hablar conmigo, ya que vivía un par de calles abajo. Me agradeció y le respondí con una sonrisa, pero estaba cansada de ver a tantos niños huérfanos. Había tenido que irme de Cholimar en mil novecientos quince para mantener a mi hermana, pero mi destino cambió cuando leí la primera plana: las costureras de París habían iniciado una huelga general.

Debía contarles a todas mis amigas sobre la huelga, no sólo porque era un evento histórico, sino porque era nuestra oportunidad de luchar por la paz. La guerra empeoraba cada año en todo el mundo y sabía que nuestros periódicos nos mentían. Nuestros triunfos militares no significaban nada en comparación con la Línea Hindenburg alemana o las batallas perdidas del Isonzo en los Dolomitas. Si la huelga escalaba hasta el punto de volverse nacional tendríamos una oportunidad de reivindicar nuestros derechos laborales. Sabía que aquella idea agradaría a mis compañeras y a mí: trabajábamos casi dieciséis horas al día, borrando nombres de soldados muertos y cosiendo nuevos, o tejiendo uniformes uno tras otro con apenas un par de francos como paga. Sí, definitivamente íbamos a hacer historia.

Antes de entrar a nuestro departamento revisé el correo. Me gustaba recibir las cartas de René a pesar de que, en un principio, me sentía incómoda al leerlas. No acostumbraba a escribirle a nadie y me distanciaba de él cada vez que leía sus palabras. Con el paso de los meses sus cartas me servían de acompañamiento a pesar de que muchas de ellas hubiesen sido censuradas. Hoy nuestra caja de correos estaba vacía, así que con el periódico en mis manos. Abrí la puerta con mi llave de repuesto y para mi sorpresa solo mi hermana se encontraba en casa, sentada al lado de la ventana. Observaba los campos todavía sin cultivar agarrando el abanico de mi madre y perdida en sus pensamientos. Extrañaba a Yevy, yo también lo hacía y también a Honoré. La había acompañado en su luto, pero sufría por igual. Dejé el periódico sobre la mesa y me acerqué a ella.

—¿Dónde están todas? —dije abrazándola—. Si se fueron de compras, ¿qué haces aquí?

—No, fueron a buscar gatos —dijo—. Van a darlos en adopción. ¿Por qué preguntas?

Le sonreí y señalé el periódico. Se levantó de su silla y leyó la primera plana durante un par de minutos. Le sonreía con esperanza, creyendo que estaría tan feliz como yo por esta oportunidad, pero volvió a dejar el periódico sobre la mesa y se dedicó a contemplar el paisaje.

—Esas mujeres serán disparadas por la policía —dijo—. No deberían arriesgarse así.

—Los sindicatos pregonan por huelgas pacíficas —dije—. Si disparan, entonces el Estado recibirá todo el odio que tenemos.

—¿Qué odio? —dijo Annabelle—. Estamos más tristes que otra cosa. No tengo ganas de luchar.

Suspiré y doblé el periódico. Decidí agarrar otra silla y sentarme al lado de mi hermana. No era la única afligida. Había visto a mi padre y a mi tío partir y hacía tres meses recibí la noticia de que mi padre había muerto. Trabajar me distraía de la falta de su presencia, pero lloraba por noches enteras al procesar lo que su partida significaba. Había un rayo de esperanza en esas huelgas, una que podía significar nuestra emancipación para muchas personas, no sólo mujeres, sino también para los hombres del frente. Las cartas de René me lo habían dejado claro, sobre todo cuando rogaba verme otra vez.

—Todos estamos cansados —respondí—, pero debemos seguir. Somos un país de luchadores.

—Acabamos de perder la ofensiva Nivelle —dijo mi hermana—. ¿No viste cómo los soldados se rebelaron en el frente? En vez de luchar por nuestro país, tenemos un montón de insubordinados destruyendo sus propias casas.

—No saben cómo canalizar su ira —dije—, pero si yo y las chicas nos organizamos, podemos apoyar a las huelguistas de París. De seguro que también luchan por los hombres en el frente.

—Yo solo quiero que Yevgeny vuelva a casa —dijo con voz monótona— ¿Por qué dejó de escribirnos?

Habíamos hablado de ese tema y había evitado mencionar lo que creía. Aceptar que mis amigos habían muerto me destrozaba el corazón, pero mi dolor de espalda me mantenía lo suficientemente ocupada como para ignorar mis sentimientos. Le dije a Annabelle que tarde o temprano volveríamos a encontrarnos con él y que mientras desconociéramos su muerte oficial seguiría vivo. Me miró como si comprendía el significado detrás de mis palabras: esperaríamos para siempre.

Dejé a Anabelle tranquila y le prometí que hablaríamos sobre la huelga cuando las chicas volvieran. Calenté un poco de pan y preparé el poco queso brie que nos quedaba para la cena. El racionamiento había sido duro y había días en donde pasábamos hambre, pero suponíamos que nuestro pueblo en las trincheras comía de nuestra inanición. Era lo que importaba, que mi tío se encontrara bien y que René volviera a casa. Cuando serví la mesa alrededor de las seis de la tarde, mis amigas regresaron, satisfechas por ayudar a los animales de la calle. Muchos de ellos habían perdido a sus dueños por la guerra, ya sea porque familias enteras se habían esfumado o porque nadie encontraba placer en cuidar de una mascota. Saludé a todas ellas con un abrazo, con sus pestañas llenas de legañas y con las manos temblorosas de tanto coser. Comimos un poco de pan con vino blanco, y cuando terminamos, les mostré el periódico.

—Debemos reunir a todas las mujeres del pueblo —dije—, a todo aquel que se anime a participar en nuestra propia huelga.

Chloé, la cual era la mayor de todas con cuarenta años, tomó el periódico y lo pasó entre las manos de cada mujer. Cuando volvió a ella, negó y me devolvió el periódico.

—Necesitamos dinero para pagar la renta. Nos desalojarán a finales de mes si nos metemos en esta locura —dijo—. ¿Qué te hace pensar que nos darán los mismos derechos que los hombres?

—Es una cuestión de nuestros derechos como trabajadoras —dije—, no de feminismo. Ellos también recibían salarios miserables.

—Sí, por supuesto, pero en estos días, todo lo que tiene que ver con nosotras es feminismo —zanjó—. Mi marido ganaba más que yo, y ahora está muerto. La gente de este pueblo no quiere una revolución, quiere pan y paz.

El resto de mis amigas, todas de mi edad, asintieron ante las palabras de la matriarca. Volví a leer la primera plana y la fotografía de portada: un grupo de mujeres manifestando a las afueras de una fábrica. Sin ellas, la maquinaria de la industria dejaba de funcionar. Les enseñé la portada a todas para hacerme entender.

—Escuchen, esta es nuestra oportunidad de luchar por una causa que es justa —dije—. Uno puede dudar de la justicia en la guerra, ¿pero de esto? Nos apoyarán, se los aseguro. Si nosotras caemos, entonces ellos caerán y nos darán más dinero del necesario para pagar la renta.

Pensé que las animaría a reclutar a más personas, pero negaron y comieron las pocas migajas de pan que quedaban. Mi hermana, la cual era la única que aún no había expresado su opinión, se levantó.

—No voy a pelear —dijo—, pero Yvonne tiene razón. No tienen que abogar por nosotras, pero sí por la paz.

Chloé se levantó y llevó su plato a la cocina. Mis compañeras hicieron igual, pero me prometieron que lo pensarían por la mañana, justo antes de ir a trabajar. Acepté, pero les advertí que, si querían unirse a mí, necesitaban ser discretas. Planeaba reunir miembras durante la jornada y mi patrón no podía saber nada. Chloé me preguntó cuál sería el siguiente paso después de eso y le dije que necesitaba pensarlo. «Tal vez hablar con algún sindicato.» Mi falta de visión pareció desmotivar todavía más a las chicas, así que me prometí que idearía un plan lo más pronto posible. Necesitaba que todas las piezas funcionaran, por mi pueblo y por los niños.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now