Capítulo 30

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El veintidós de mayo visité a Frieda armado con varias plumas y mis libretas. Había estado despierta dos horas antes de mi llegada, a partir de las cinco de la mañana. Había tallado un par de figuras de soldados con la frase conmemorativa "Muertos por la Patria" siguiendo las tendencias parisinas. El Estado buscaba una forma de agradecer el servicio de los hombres que participaron en la guerra, así que Frieda hizo lo mismo. Me parecía una idea repugnante agradecer a los muertos por participar en una masacre, pero si aquello nos llevaba a París, entonces aceptaría cualquier fin. Organicé mis libretas según los escritos que realizaría en ellas. Usaría una para los poemas, otra para los relatos y cuentos y finalmente una para escritos más personalizados, como obituarios. A Frieda le encantó mi plan y me recomendó partir cuanto antes. Antes de irme, le comenté que mi abuela nos ayudaría en nuestra travesía, hecho que la hizo feliz.

Para introducirme con mayor simpleza a cada familia, escribí una nota que explicaba mis servicios y lo que podía hacer. Fui de puerta en puerta con la esperanza de que alguna familia me abriera, pero la mayoría demandaba respeto y silencio. Era un comportamiento que no esperaba de muchos habitantes de Cholimar. Antes de la guerra las personas eran más abiertas y, como mínimo, te abrían la puerta y hablaban frente a frente contigo, no ocultos entre ventanas y cortinas. No los juzgaba, ya que también me había vuelto arisco, pero me molestaba que nadie conversara conmigo. Me acerqué a los transeúntes en busca de algo de dinero, pero rechazaban mis servicios o huían al ver mi prótesis.

Temblé por el temor del fracaso de mis planes. Estaría enfermo para siempre. No habría cura para mi maldición. Dios lo quería hacer. Me precipité a andar por la vereda de vuelta a mi casa, pero vi a dos ancianos jugando Skat fuera de su casa. Me pareció ya no sólo curioso, sino una sorpresa saber que habían franceses que practicaban una costumbre alemana. Me acerqué a ellos con la esperanza de que hablaran. Por lo menos, observaría su partida de Skat. Notaron mi presencia al instante y me invitaron a sentarme con ellos. Asentí y, en silencio, escuché la conversación que ambos llevaban.

—Esto es lo único bueno que los alemanes inventaron —dijo uno de ellos.

—Así es, pero qué vamos a hacerle —respondió el otro—. Debemos enseñarles a los niños el Skat antes de que escribamos y borremos la historia alemana.

Aquella era una cuestión que escapaba de mí. Había cavilado sobre el fin de nuestra civilización o la absurdidad de la guerra, pero no sobre la erradicación de la historia de un país por los ganadores del conflicto. Era un castigo aterrador e inhumano. ¿Hasta qué punto debíamos considerar al Imperio Alemán como una entidad diabólica? La misma pregunta se aplicaba al resto de beligerantes. Temía por los tratados de paz y las condiciones de derrota que cada víctima debía firmar. Cambié el tema de conversación presentando a los ancianos mis servicios. Intercambiaron miradas y dejaron de jugar. Estuve atento a sus peticiones, hasta que uno de ellos, el que habló primero, murmuró lo que quería.

—Quiero escribirle una carta a mi hijo —dijo—. Quiero pedirle perdón por no haber estado con él en su entierro.

Asentí y escribí el borrador de la carta. Había perdido la costumbre de hacerlo desde que les pedí a mis amigos que vinieran a la reunión, pero creía que aún conservaba alguna habilidad. Imaginé lo que un hombre como el anciano le diría a su hijo fallecido y me puse en el lugar de mi abuela cuando descubrió que estaba herido. A veces creía que hubiera sido mejor para ella verme morir, pero con lo feliz que me observaba cada vez que salía de mi habitación me di cuenta de que me equivocaba. Hice mi mejor esfuerzo por retratar la desesperación de abandonar a un familiar en su lecho de muerte, sentimiento que había experimentado cuando Honoré desertó y murió. Diez minutos después, le presenté lo que había escrito al anciano y sollozó. No creía que merecía tantos halagos, pero si aquello había sido suficiente para él entonces había cumplido con mi cometido. Me agradeció por la carta y me preguntó si podía escribir un obituario para su hijo y me puse manos a la obra.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now