Capítulo 32

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Tardamos una eternidad en llegar al Mar de Lavanda, una peculiar encrucijada situada en lo alto de una duna cuya única distinción respecto al resto del desierto blanco era que había un pozo. Un simple y sencillo aro circular de piedra y un cartel con una flor de lavanda dibujada.

Nada más.

Ni rastro de los ríos.

Ni rastro de la ciudad.

Bajamos de la moto de mal humor, con la sensación de que Mimosa nos había engañado. Él nos aguardaba junto al cartel con una amplia sonrisa en la cara, apoyado de lado con los brazos cruzados... posando como un actor.

Elisabeth tenía razón: estaba muy tonto.

—¿Y la ciudad? —preguntó mi compañera al llegar a su altura—. ¿Y los ríos? ¿Y todo? ¿De qué va esto, Mimosa? ¿Es una broma o una trampa?

Mientras Mimosa respondía a Elisabeth sin perder su sonrisa, yo me asomé al pozo para ver mi reflejo en el agua. El nivel era muy elevado, a apenas un metro por debajo del borde, y en sus profundidades se percibía cierto brillo anaranjado.

Un brillo que parpadeaba.

Forcé la vista, tratando de ver más allá. Creía ver ciertas luces violetas... ciertas formas.

Había algo.

Algo que no alcanzaba a ver.

Me aupé al borde, tratando de asomarme el máximo posible. Metí la cabeza en el agujero... y de repente, algo parecido a un manotazo me impulsó dentro. Sentí el chapoteó en la cara al sumergirme, el frío apoderarse de mi cuerpo al adentrarme en mi totalidad en el pozo... y de repente, el vacío.

Caí a tanta velocidad que, como si estuviese siendo arrastrada por la fuerza de un huracán, el pozo me absorbió hasta sus profundidades. Recorrí toda su longitud hasta que, alcanzado su final, en vez de chocar con el suelo, lo atravesé. Rompí su superficie con la cabeza, convertida en un cohete, y, tal y como había entrado, salí por el otro extremo, con la diferencia de que, en el otro lado del pozo no había nada más allá de una gran caída.

Me precipité al vacío, con un enorme grito de terror en la garganta, y seguí cayendo hasta que, una eternidad después, aterricé en un lago.

Me hundí en su superficie morada varios metros, pero rápidamente salí a la superficie, arrastrada por la enorme cantidad de sal de sus aguas. Saqué la cabeza, aturdida aún por el fugaz viaje que acababa de vivir, y miré a mi alrededor. Entre manoteo y manoteo alcancé a ver que me encontraba en el interior de una inmensa caverna, en cuyo lago central había aparecido. A mi alrededor se alzaban inquietantes edificaciones marrones de aspecto tosco, de cuyas ventanas surgían los destellos de luz... y enormes cabezas de hormiga.

Su mera visión logró aterrarme. Vi a varias asomadas, y al bajar la vista encontré otras tantas alrededor del lago, de más de tres metros de altura, desplazándose de un lado a otro... mirándome con sus enormes ojos negros.

Atraídas por mi presencia, empezaron a reunirse en la orilla. Incluso vistas desde lejos, su presencia resultaba tan aterradora que me dije que no me iba a acercar. Estaba a suficiente distancia como para que en caso de que se lanzaran a por mí pudiera reaccionar, aunque no sabía cómo. A mi alrededor, las hormigas se multiplicaban por segundos, como surgidas de la nada...

Y de repente, me vi totalmente rodeada... ¿Serían capaces de devorarme? ¿O quizás se limitarían a desmembrarme? Puede incluso que me devorasen viva...

Antes de que el pánico se apoderase de mí, Mimosa acudió a mi rescate. Mientras que Elisabeth seguía mi mismo destino y se precipitaba al lago desde el pozo, él cayó sobre la superficie con lentitud, como si gravitase. Además, no llegó a hundirse. Apoyó los pies con elegancia sobre el agua y, capaz de mantenerse erguido sobre ella, me tendió la mano.

Noches de Luna FríaTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang