Capítulo 39

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... pero surgida de la nada, una mano se cerró alrededor de mi muñeca y detuvo la caída. Mi cuerpo se golpeó contra la pared con la sacudida. Quedé colgando por un instante hasta que una segunda mano alcanzó mi otro brazo. Alcé entonces la mirada, totalmente desconcertada, y sobresaliendo del agujero vi una figura humana.

—¡Aguanta! —gritó un anciano de profundos ojos verdes.

El hombre se adentró de nuevo en el agujero y tiró de mí con todas sus fuerzas, arrastrándome al interior. Una vez dentro, me dejó en el suelo antes de alejarse unos pasos. El golpe de la rama había abierto una cavidad en la pared en cuyo interior aguardaba algo inesperado: un pasadizo de madera levemente iluminado por lámparas de pared que conectaba con una escalinata.

Sentí un escalofrío al reconocer aquel lugar. Había estado solo una vez, pero me había bastado para memorizarlo. Impactada, me incorporé con rapidez, sangrando como un auténtico cerdo, y contemplé con perplejidad el inesperado escenario que se abría ante mí.

Era el Verdis.

Ante mí estaba uno de tantos pasillos del Verdis... y el hombre que me aguardaba al otro lado del umbral me miraba con unos ojos verdes que conocía.

O mejor dicho, conocía a los de su nieto.

—No es posible... —dije en apenas un susurro.

Pero lo era. Alyshei Voreteon me tendió la mano para cruzar la brecha de realidad que en ese entonces conectaba la Academia del mundo real y la del Velo. Decidida, la cogí y pasé al otro extremo con él, dejando atrás las limitaciones humanas, el dolor de las heridas y, por suerte, la pérdida de sangre.

Volví al Velo, y cuando lo hice al fin tuve la conciencia del gran monstruo al que realmente hacíamos frente. Y es que, aunque desde Hésperos no pudiésemos notarlo, el Verdis rezumaba un poder incontrolable e inestable que amenaza con destruirlo todo; un poder que se desbordaba por sus paredes, sus puertas, sus ojos de buey: por absolutamente todo. La estructura estaba a punto de colapsar, y cuando lo hiciera, que no tardaría a aquel ritmo, no solo destruiría el barco.

—¡Rápido! —me urgió el anciano—. ¡Sígueme, no hay tiempo!

—Usted ha convocado la maldición, ¿verdad? Ha sido usted —repliqué mientras le seguía por el pasillo.

Dejamos atrás el corredor para adentrarnos en una empinada escalinata cuyos escalones se sacudían con cada una de las cientos de explosiones que zarandeaban el barco. Fuera una tormenta infernal golpeaba con violencia el navío.

Descendí la escalinata ayudándome de las paredes, hasta alcanzar un sótano. Allí, iluminando el lugar con pequeñas lámparas de mano, había otros tantos espíritus. Sus rostros me resultaban desconocidos, pero por el miedo que se reflejaba en su semblante y el nervioso parloteo con el que se susurraban, los identifiqué de inmediato.

Era parte de la tripulación del Verdis: la Hermandad Voreteon.

Una extraña sensación de irrealidad se apoderó del sótano cuando mi llegada despertó el miedo en los presentes. Los espectros corrieron a refugiarse en grupo mientras que su líder se plantaba entre nosotros a modo de muro protector.

Sentí que me quemaban sus ojos al mirarme.

—¡Responda! —insistí—. Fue usted, ¿verdad? ¡Usted convocó la última Luna Fría!

—¡Si no lo hubiese hecho, ahora mismo estarías muerta! —replicó con fiereza—. ¡Era la única manera de permitirnos regresar! Atrapados en el infierno de las profundidades del Velo, no podíamos hacer otra cosa que aguardar el resto de la eternidad. ¡Éramos testigos mudos de lo que pasaba!

Noches de Luna FríaWhere stories live. Discover now